Strauss y Bartók, vínculo afortunado
El segundo título de la temporada de la Ópera de Oviedo levantó el telón el pasado 12 de octubre. Un sorprendente programa doble que, bajo dirección escénica de Tim Carroll, aunaba las Cuatro Últimas Canciones de Richard Strauss y El Castillo de Barbazul, una ópera nunca antes representada en el Campoamor. En el foso la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias bajo la batuta de su titular, Rossen Milanov.
Ricarda Merbeth abrió la velada cantando los lieder de Strauss en cuatro posiciones diferentes en el escenario, acompañada únicamente de cuatro iluminaciones alegóricas de cada uno de los textos: verde para ‘Primavera’, dorado para ‘Septiembre’, rojo para ‘Al ir a dormir’ y azul para ‘En el ocaso’. Merbeth tiene una potente emisión en el registro medio-agudo, y un timbre amplio, de esos que se suelen calificar como «voz alemana», sin embargo, se mostró con algunas dificultades en el grave, algo que se evidenció con el comienzo de ‘Primavera’. Pese a los esfuerzos de Rossen Milanov por acomodar la OSPA a la voz de Merbeth hizo inevitable –por la propia concepción orquestal de la composición– que en varios momentos la orquesta tapase por completo a la soprano.
Quizá por la voz a la que acompañaba, o quizá por encontrarnos ante un preludio de una historia tan dura como es El Castillo de Barbazul, Milanov propuso una versión muy interesante, alejada de lo canónico, de estos celebérrimos lieder: íntima, plena de emoción contenida, que jamás se abandonó al clímax superfluo, buscando una creación de ambiente crepuscular que sugiere este legado de Richard Strauss escrito en los estertores de su vida.
Sin solución de continuidad arranca El Castillo de Barbazul, y con el comienzo del prólogo vemos a Albert Dohmen caracterizado como artista escritor tecleando en su máquina de escribir el prólogo que podemos leer en los sobretítulos mientras la orquesta ataca el preludio. Carroll sitúa toda la acción en una única habitación elevada un piso sobre el escenario, dejando la parte inferior para la apertura de las siete puertas por parte de actrices, alegóricas figuras de Judith que, al igual que ocurría con la primera parte, se caracterizan por diferentes colores que refuerzan la idea simbólica del texto de Balázs.
Poderoso Albert Dohmen, con una potente voz de bajo y una capacidad actoral muy necesaria ante una solución escénica tan limitada: en él vemos al Barbazul poseedor de un inmenso reino, pero también el hombre débil, solitario y atormentado. Dohmen apoyó su canto en una amplia columna sonora que le permitía llenar la sala y erigirse como la figura imperial que recibe a Judith en su castillo, encarnada por Ana Ibarra. Muy ajustada en su interpretación, con una afinación exacta supo bascular de la dulzura del comienzo a la resignación final, pasando por la firmeza ante Barbazul, en un rol muy complicado no sólo en lo vocal, sino también en lo interpretativo.
Estando ante una ópera de dos personajes resulta indispensable una cierta conexión entre los cantantes, que se refleja más en el apartado vocal –con un empaste muy adecuado, complementándose en todo momento– que en el escénico, quizá algo limitado también en este caso por la visión de Carroll.
La OSPA en Barbazul sí que se presentó ya en todo su esplendor. Milanov logró extraer toda la riqueza sonora de una orquestación ambiciosa que permite a la formación grandes momentos de lucidez, y no sólo en los más obvios (la apertura de la quinta puerta con sus fuertes reminiscencias impresionistas), sino que donde brilló especialmente fue al amoldarse a cada uno de los siete escenarios que plantea cada puerta. La responsabilidad era grande: con su sonido debían dibujar lo que no se nos mostraba en escena, los secretos que se ocultaban detrás de cada cerradura, y desde luego la empresa fue exitosa.
Pero aún quedaba una sorpresa más en la función: la manera en la que Tim Carroll unifica el doble programa, tan sencilla como inteligente. Las cuatro mujeres de Barbazul (las tres ocultas más Judith) se encuentran en las cuatro posiciones en las que se cantaron las cuatro canciones de Strauss, representadas por los colores utilizados en la primera parte: la mujer de la mañana enlaza con el verde florecer de ‘Primavera’, la del mediodía con el dorado ‘Septiembre’, el lied ‘Al ir a dormir’ representa teñida de rojo a la mujer del atardecer y Judith, ocupando su puesto como la mujer de la noche, se enlaza con ‘En el ocaso’ bañada en azul.
Una última vuelta de tuerca a un argumento, el de Barbazul, ya de por sí fascinante, para cerrar un estreno recibido con una unánime ovación por un público ovetense que cada vez se está separando más de la etiqueta de conservador. Con títulos como estos, desde luego es mucho más fácil hacerlo.
Dirección musical: Rossen Milanov
Dirección de escena: Tim Carroll
Diseño de escenografía y vestuario: Georgia Lowe
Diseño de iluminación: Katharine Williams
Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias
SOPRANO (Richard Strauss): Ricarda Merbeth
BARBAZUL: Albert Dohmen
JUDITH: Ana Ibarra
Alejandro G. Villalibre
@agvillalibre