A Streetcar Named Desire en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris

A Streetcar Named Desire en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Foto: Escenia Ensamble A.C.
A Streetcar Named Desire en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Foto: Escenia Ensamble A.C.

Existen varios motivos para concluir que la puesta en escena de la ópera A Streetcar Named Desire (compuesta por encargo de la San Francisco Opera por André Previn en 1995, con libreto de Philip Littell basado en la obra de Tenesse Williams, y estrenada originalmente tres años más tarde, el 19 de septiembre de 1998) firmada por Ragnar Conde y presentada por Escenia Ensamble A.C. en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris los pasados 24 y 26 de marzo resultó un éxito contundente.

En principio, porque dejó la impresión de una armonía total de sus compontes: el montaje (escenografía y utilería opresivas pero de claridad y contundencia dramática de Luis Manuel Aguilar “Mosco”); el trazo escénico de Conde (que encuentra las sonrisas y el sueño de un futuro mejor en medio de la ira, el abuso y la brutalidad); una orquesta bien preparada al servicio del drama y un elenco con fuerza, dominio vocal y entrega.

También porque refrescó el panorama de programación frecuente de los lares operísticos mexicanos con un título y una respuesta favorable de asistencia en el público que hizo trizas el cliché de que los operófilos sólo gustan de los trillados caballitos de batalla del repertorio. No es un mérito menor.

Por el contrario, es un ejemplo replicable de que cuando se conjuntan los esfuerzos, los talentos y el compromiso músico teatral, es posible ver, ofrecer y disfrutar ópera de calidad —incluso— en México.

La puesta en escena de Ragnar Conde para A Streetcar Named Desire en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, privilegió la fluidez de las acciones, por encima de toda conceptualidad innecesaria. Se trató de un trazado escénico limpio y que gracias a ello entra en la profundidad de las pasiones humanas y explora la naturaleza y las motivaciones de cada uno de los personajes para abusar o resistir el abuso y, en todo caso, requerir la ignominia como forma de vida.

Con muy buena factura participaron la soprano Adriana Valdés como Stella (bella, frágil, incomprendida e incomprensible en su masoquismo y en su imposibilidad de liberación de ese círculo vicioso de la atracción sexual, del amor y de la violencia y el abuso más vil); el tenor Rogelio Marín con un canto noble y musical; Lydia Rendón como Eunice; Linda Saldaña como La mexicana vendedora de flores; Ricardo Castrejón (Steve); Juan José Portugal (doctor); Norma Arredondo (Enfermera).

A Streetcar Named Desire en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Foto: Escenia Ensamble A.C.
A Streetcar Named Desire en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Foto: Escenia Ensamble A.C.

Pero, sin duda, el trabajo del barítono Enrique Ángeles como Stanley Kowalski, un macho alfa lomo plateado auténtico, de fuerza escénica notable, odioso e insoportable en su conducta, se colocó un escalón por encima del resto y muy cerca de quien resultara la estrella de las funciones: la soprano Irasema Terrazas, quien dotó al emblemático personaje de Blanche Dubois de vida, de transformación.

La adultez interpretativa de Terrazas le permitió dibujar una transición conmovedora y puntual del interior de su personaje. Con riqueza de gradaciones en su actuación, intensa, temerosa, decidida, mediocre pero con arrojo en una existencia sórdida, violentada por todo el escenario. Vocalmente es de apreciar su preparación del rol, con matices y control de todas sus expresiones; con un centro gravitacional de voz en madurez y de bello timbrado, siempre emitido al frente y con el brillo sutil de las emociones rotas, de las alas trituradas. La soprano hizo una creación personal de un papel escrito originalmente para una Renée Fleming en fulgor, y reafirmó su condición de ser de las cantantes de ópera más completas y entrañables de nuestro país, inconcebible, injustamente, desaprovechada, sin duda, durante varios años por los programadores nacionales. Su actuación al tiempo que fue un deleite para el público también constituyó una bofetada con guante blanco y lírico para quienes corrresponda.

Y a todo ello se sumó la Orquesta Sinfónica del Instituto Politécnico Nacional, comandada por Dorian Wilson y, alternadamente, por Enrique Radillo. La difícil pero hermosa partitura de Previn, que transita por las emociones, los ruidos ambientales, el acompañamiento y comentario de las acciones, tan decididamente cinematográfica, fue bien ejecutada por la agrupación musical y poco importaron algunos yerros en algún trombón indiscreto o cierto ligero descuadre no de extrañar en un conjunto que no frecuenta este repertorio, porque el discurso sonoro ofrecido fue contundente, on time, expresivo y con una calidez al rojo vivo.

José Noé Mercado