
Según el diccionario de la Real Academia Española, un espectáculo, además de una función o diversión pública celebrada en un teatro o en cualquier otro edificio, es una cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles.
Los primeros espectáculos que producían este efecto epatante de asombro o admiración provenían de la propia naturaleza a la que el hombre imita en ciertas experiencias artísticas. Tras el paso por rituales basados en la danza o la música, el primer teatro musical como tal surge en la Grecia clásica, donde ya verbo, música, danza y artes visuales se suman para construir grandes espectáculos que produzcan en su público asombro y muevan su ánimo hacia una catarsis.
El origen de la ópera
El teatro lírico, y la ópera como su manifestación más elaborada, surge como imitación del teatro griego que los compositores y libretistas de la Camerata Florentina emulan en la Italia de finales del siglo XVI. Ellos, en su intento arqueológico y con intuitivos indicios musicológicos y teatrológicos, buscan el efecto emocional y moral de la tragedia y la comedia griega y elaboran una nueva forma musical alejada de la moda de su época. Los madrigalistas y polifonistas utilizaban un complejo método compositivo complejo que impedía la comprensión del texto, algo contrario a la línea monódica con un simple acompañamiento de la Grecia antigua que persiguen los inventores de la ópera. Ellos se inspiran temáticamente en los mitos griegos en los que la música brota de la narración de un modo sobrenatural, como Orfeo en su camino al infierno o las sirenas de Ulises.
El tema órfico aparece en la obra fundacional del género, la Euridice con música de Jacopo Peri y libreto de Ottavio Rinuccini, en 1598, y se retoma en el Orfeo, fábula en música de Claudio Monteverdi con libreto de Alessandro Striggio el joven, en 1607. El canto de Orfeo acompañado de su lira da pie a una escritura instrumental de novedosa y rica orquestación, y a un sublime canto capaz de provocar afectos y epatar al espectador. La narración incluye danzas y, para crear un espectáculo audiovisual, integra también pintura, escultura y arquitectura en la construcción escenográfica, y declamación en la actuación. Está desde los cimientos del género el concepto de obra de arte total, que aunque se nombra así a mediados del siglo XIX, propone ya la suma de estímulos visuales y sonoros que lo acompañará a lo largo de toda su historia.
La noción de espectáculo es asumida por los propios compositores como una parte fundamental de la creación operística. El propio Monteverdi en muchas de sus partituras incluye largos pasajes explicativos sobre los signos teatrales y el montaje, llegando a detalles de una modernidad notable sobre el vestuario, el movimiento, la pronunciación, los gestos e incluso la relación espacial con el público. En la introducción a Il combattimento di Tandredi e Clorinda, publicado dentro del Libro ottavo di madrigali (1638), el compositor explica: Se hará en estilo representativo, se hará entrar de modo imprevisto a los personajes del lado donde se toca la música. […]Clorinda a pie armada, seguida de Tancredi armado sobre un caballo Mariano, y entonces el Texto comenzará el canto. Harán los pasos y gestos de la manera que expresa la oración, ni más ni menos, observando diligentemente los tempi, golpes y pasos.
El compositor, en la escritura de la partitura musical, es siempre inspirador y generador de una futura y más compleja partitura escénica, pero también lo es el libretista. Sirvan como ejemplo estas prolijas didascalias de Calderón de la Barca en La púrpura de la rosa, que musicaron Hidalgo en su estreno y Torrejón y Velasco después: Van saliendo, cada una con su verso; el Temor con una hacha, la Sospecha con un anteojo de larga vista, la Envidia con un áspid, el Rencor con un puñal, y todas de negro, con mascarillas […] Sale Amor en lo alto. Vese un cielo con el sol que se esconde, y una estrella 1380 que sale a tiempo que van subiendo Adonis por una parte, y Venus por otra. La distribución de signos escenográficos, del vestuario, de coreografía y movimientos, de la luz, la noción del espectáculo en definitiva está tanto en el libreto como en la partitura.
El dilema operístico entre la primacía de la palabra y la música
La pregunta que estuvo suspensa durante todo el siglo XVIII y que creó la agria polémica entre palabra y música – Prima la musica, poi le parole titula Salieri una de sus óperas breves – dio origen a diversas concepciones de la ópera y sigue sin una fácil respuesta. La acumulación de signos es propia del teatro lírico y su condición de espectáculo epatante. La definición ortodoxa de una ópera dice que es obra teatral que se canta, total o parcialmente con acompañamiento de orquesta, pero probablemente los músicos, bailarines o escenógrafos tendrán una visión distinta del género y de la primacía del valor dramático. Como dice Lessing en su Laocoonte, tanto la pintura como la poesía emanan de una misma fuente: la belleza, y así sucede en la ópera, donde la belleza y su capacidad de golpear al espectador surge de la suma de manifestaciones artísticas diversas.
Es evidente que la decisión de priorizar la música o la palabra tiene una íntima relación con la noción de espectáculo de cada período y las demandas del público. Cada época y cada estilo han tratado de cautivarlo con estrategias diferentes que no tenían sólo que ver con la escritura musical o el tratamiento vocal sino con la historia narrada y el planteamiento de espectáculo que emanaba de la partitura. El dilema entre palabra y música es también el que se produce entre la continuidad de la narración y la pirotecnia vocal. En el origen de la ópera se busca el continuum narrativo y sonoro porque se cree que el relato es lo que cautiva, y así pensará Gluck en la formulación de su reforma, Mozart al enlazar números musicales, Wagner y el Verdi maduro en su noción de nuevo drama y casi toda la ópera del siglo XX. No es así en la ópera barroca o el bel canto italiano, donde la floritura vocal es el centro del espectáculo, con el castratto o la prima donna, y todo el espectáculo es prácticamente una excusa para su lucimiento vocal.
En el plano sonoro los compositores inventan elementos espectaculares más allá del virtuosismo vocal. Los elementos tímbricos se convierten en impactos asombrosos: Mozart asigna el valor sobrenatural en Don Giovanni a tres imponentes trombones jamás usados en una ópera y la locura de Lucia di Lammermoor suena en la fragilidad de una armónica de vidrio. El sonido se une a la imagen cuando se ven en escena las trompetas egipcias, inspiradas en pinturas egipcias, en la Aida de Verdi. Las bandas y coros internos, el sonido del infierno que viene del inframundo o el del cielo que surge de lo alto, como pide Gounod en su partitura del Faust, son parte de un espectáculo envolvente y fascinante. En los mismos años, en la búsqueda costumbrista, los músicos españoles integrarán rondallas, dulzainas, guitarras como parte del paisaje regionalista en sus zarzuelas.
El equilibrio entre la narración, la imagen y el sonido ha evolucionado en formatos de ópera distintos. Nada tiene que ver la grand òpera francesa, la monumental ópera nacionalista del siglo XIX o la elefantiasis orquestal del inicio del siglo XX con el espectáculo íntimo que fue en su origen y que retoma, por ejemplo, Benjamin Britten en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Nada tiene que ver la épica de la zarzuela grande del XIX con la ironía del género chico. La visión del hombre, del mundo y del espectáculo cambia al pasar de la ópera neoclásica con pocos personajes y domésticos argumentos, a la eclosión romántica en toda Europa que adopta la renovación literaria y teatral, la épica por encima de la razón, e introduce la masa coral como representación de la ciudadanía y como elemento de asombro para un nuevo público.
Incluso en una misma época y lugar la noción de espectáculo da lugar a paradojas como la que surge en el origen de la ópera buffa en Nápoles en el siglo XVIII. Los intermezzi cómicos y su sentido del humor al parodiar los excesos de la ópera seria acaban atrapando a un público que se divierte con los nuevos tipos teatrales, como por ejemplo la serva padrona, la criada mandona. Es tal su éxito que triunfarán sobre las óperas serias a pesar de su aparataje escénico y su rico vestuario. Los sesudos libretos de Metastasio son la excusa para un público que espera con ansia el intermedio en el que encuentra la chispa y la ironía. Lo mismo sucede con las zarzuelas paródicas como la famosa Golfemia del maestro Arnedo sobre La Bohème pucciniana.
La danza tuvo un gran valor desde las églogas líricas y los madrigales, y su presencia en el repertorio francés es incontestable y parte medular del espectáculo. No importa si son los menuet de Lully o los can-can de Offenbach pero debe haber siempre un lugar para ella. Incluso Verdi, en su concepción dramatúrgica de la ópera debe introducir ballets en las versiones francesas de sus partituras para ofrecer un espectáculo a la altura de las expectativas de sus espectadores parisinos. En España, los fandangos y jácaras del XVII dan paso ya a pasodobles, habaneras, jotas y chotis.

La obra de arte total wagneriana o el nacimiento del espectáculo integral
Con el lema, la obra de arte del futuro, titula Wagner uno de sus escritos sobre el drama musical, en el que recalca que debe tender a la total implicación artística de las más diversas disciplinas. Así nace el concepto de la obra de arte total o Gesamtkunstwerk que otorgará a la ópera la más alta distinción artística al ser el género de más profunda colaboración artística. Hoy consideramos natural esta integración, pero en tiempos de Wagner, acostumbrados al belcanto y su sistema de reciclaje de urgencia de libretos, música y decorados, y sus concesiones a los cantantes, la irrupción de este nuevo sistema supone una revolución copernicana: la visión integral del espectáculo condiciona el trabajo y el desarrollo de cada una de sus partes.
La obra de arte total debe ser una síntesis de todas las artes. Con esta suma pretende, como dice Arnold Hauser, llevar al espectador a la borrachera de los sentidos basándose sobre todo en la poderosa envoltura orquestal, pero potenciada esta por el sentido del texto, de la interpretación y de todos los elementos de configuración visual del espectáculo. El drama lírico wagneriano combina las grandes pasiones y los valores nacionalistas en un desarrollo complejo, fundiendo en él lo literario y lo musical, lo sonoro y lo visual. Como dice el compositor, el error en el género artístico de la ópera consiste en haber convertido un medio de expresión -la música- en fin, y el fin de la expresión -el drama- en medio. La música no debe ser centro absoluto de un espectáculo en el que los demás signos de expresión estén mutilados, sino uno más en un complejo sistema.
A Wagner le debemos importantes novedades de la escenificación como apagar las luces de la sala para concentrar la atención en el escenario o la introducción del foso de orquesta que da un carácter casi sagrado a la representación. Esta experimentación la pudo desarrollar en su teatro de Bayreuth, diseñado por él y construido gracias al mecenazgo de Luis II de Baviera, donde estrenó con estas premisas su última ópera, Parsifal. Es el padre del espectáculo contemporáneo e inventa que podemos ya llamar creación audiovisual. Sus ideas llegan a España de la mano del polifacético artista Rogelio de Egusquiza, pintor y grabador amigo de Wagner que introduce sus hallazgos en nuestro teatro y sienta las bases de la iluminación teatral y un nuevo concepto de espectáculo.
El resto de géneros líricos han elaborado su propio criterio de obra de arte total adecuando las distintas manifestaciones artísticas a su propia peculiaridad y a su público. La zarzuela aporta el elemento tradicional en la música y en la danza, los tipos populares y un contexto reconocible al espectador. El singspiel la inmediatez del diálogo; la opereta añade al diálogo el elemento frívolo y lúdico en la música, la danza, el vestuario y la escenografía; la ballad-oper desnuda el escenario en un sentido brechtiano para que el espectáculo cumpla su misión social; y la comedia musical sirve al espectador un gran despliegue de medios cumpliendo su función de entretenimiento.
El siglo XX y lo que llevamos del XXI han sido un camino frenético de investigación en la dimensión espectacular del teatro lírico. Desde las apuestas corpóreas y lumínicas de Gordon Craig y Appia a la renovación de una tradición escénica de Strehler, Visconti, Ronconi y Zeffirelli, cada momento ha ofrecido un nuevo concepto del montaje. El siglo XXI, de la mano de Lepage, Wilson, Carsen, Warlikowski y tantos otros ha aportado imaginación y creatividad para seguir impactando con la ópera, muchas veces de la mano de un repertorio mil veces revisitado, pero inagotable.
Como dice el director de escena José Luis Alonso, La batalla entra la música y la palabra es tan antigua como la misma ópera, pero es una batalla en la que no debieran existir vencedores ni vencidos. Del entendimiento del director de la orquesta y del de la puesta en escena depende que se encuentre la unidad entre el canto y la acción. Ese es el camino que han seguido los grandes renovadores en Europa y ese es el que también debemos intentar nosotros.
BIBLIOGRAFÍA
APPIA, Adolphe: La música y la puesta en escena. La obra de arte viviente. Madrid, Asociación de Directores de Escena de España, 2000.
BATTA, András: Ópera: compositores, obras, intérpretes. Barcelona, Köneman Verlagsgesellschaft mbH, 1999.
MARCELLO, Benedetto: El teatro a la moda. Madrid, Alianza Editorial, 2001.
WAGNER, Richard: Ópera y drama, Sevilla, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y Asociación Sevillana Amigos de la Ópera, 1997.
Ignacio García