El maestro Ramón Tebar, cambió el pasado jueves todos los esquemas de la audición de la octava sinfonía de Beethoven en el concierto que dio con la orquesta de Valencia en el Palau se les Arts dentro de la Programación del Palau de la Música. El concepto fue distinto en velocidad, tensión, contrastes y sobre todo intención, creando una verdadera sinfonía del regocijo y la danza, fiel seguidora de la sinfonía anterior, la gran séptima. Pero esto aconteció en la segunda parte del concierto. En la primera ofreció una obertura de Marianne von Martínez, hija de un diplomático que convivió en íntima vecindad con Metastasio, Porpora, Haydn y los Sterhazy.
La verdad es que la obra, de talante jovial e indudable galanura, constituyó un descubrimiento para el púbico. La primera de sus tres partes, presentaba divergencias de humor, y ritenuttos de tiempo a los que Tebar extrajo intención. En la segunda parte predominaban las galanuras con atmósferas ambientales, particularmente en el pasaje de las trompas, en las que se percibió una nota desafinada, y la seducción primaveral de los primeros violines. La tercera parte la concibió la batuta con un aire danzable a ritmo de lander (hubo desajustes entre los segundos, las trompas y las violas) y un significativo contrapunto, siempre con un tiempo intenso y vivo, excepto los diez compases de conmiseración que preceden a la coda, recuperando el tema inicial con propósito de contrapunto.
El cuarto concierto de piano de Beethoven, que completó la primera parte, el mejor de los cinco a juicio de quien esto escribe, tuvo una escrupulosa introducción del piano de Juan Pérez Floristán y una respuesta de una esmerada orquesta para singularizar un crescendo a lo Klemperer. El piano relató los temas el primer tiempo, con esmero, seducción y elegancia, seguido por una orquesta de sutil imaginación para ayudar a las creativas intervenciones, muchas inhabituales del solista, que se basaron en los apuntes de improvisación y variaciones del propio Beethoven en la primera partitura editada de la composición.
La versión fue transformada y novedosa y si bien gana en diversidad, pierde en estructura sistémica y despista un poco a quienes gustan de los tiempos tradicionales que se han llevado a la fonografía. La orquesta entró en el primer tiempo, con seducción en el propósito de la batuta pendiente del piano que intervino con una sutileza sensorial en el relato y ofreció una cadencia vivaz y virtuosística con matices de increíble inflexión, respondido en la coda por una cuerda sedosa y unos vientos organísticos que se retrotraían al tema inicial. El segundo tiempo tuvo una intensa introducción respondido por un teclado de reposado esmero que planteó un interiorizado segundo tema con trinos de ansiedad emocional. La vehemente orquesta en duelo con el piano enlazaron con el rondó, intenso y despierto que en el segundo motivo se transfiguró en una visión conmovedora para no perder nunca el pálpito existencial de las vivencias pasionales. Tebar entendió la obra con una lectura fogosa, refinada, ensoñada y sugestiva, con cierto aporte especulativo.
Los aplausos del público obligaron a Pérez Floristán a ofrecer dos propinas la «Marcha militar» de Schubert y un «Malambo» de Ginastera de arrebatada complejidad en el que dio cuenta de su vehemente virtuosismo.
La octava sinfonía del sordo de Bonn, dejó de ser pequeña en manos de Tebar para convertirse en una sinfonía grande en intensidad, creatividad y sugestión. Como sucediera con la recientemente escuchada novena, el valenciano la llevó al tiempo que marca el metrónomo con unos pulsos tan raudos como decididos que le causaron no pocos problemas a la orquesta. Intenso y refinado, el valseado del primer tiempo (llevado con la blanca a 69 pulsos) fue todo él planteado con una exaltación vehemente que parecía patentizar la seducción y la pasión. El metrónomo mandó en el segundo tiempo al que concedió la batuta un postulado de scherzo con la facultad de sorprender la sugestión de la audiencia. El allegretto fue en verdad un allegro que no pudo ser más estimulante. Llevó a uno y a tres el minueto sin perder la galanura de los acentos del tiempo, para significar en los solos de las maderas una atmósfera de ambientalidad ensoñada y en los dúos de trompa profetizar un embrión brahmsiano. Al vivace con la redonda a 84 le otorgó un estatuto de fuga, siempre arrebatado obviando la tradición con el ánimo de llevar a Beethoven a una dimensión resolutiva, inquieta y casi frenética, buscando los contrastes que divergían más, para lograr, precisamente, que los ritardandos tuvieran más propiedad.
Resumiendo: un concierto de incuestionable personalidad fiel a concienzudos extremos de dogmática ortodoxia a los cánones de la partitura.
Antonio Gascó