Sobria y cuidada representación de The turn of the screw en la Opéra National du Rhin, con dirección musical de Patrick Davin y puesta en escena de Robert Carsen
Es difícil que tras ver The turn of the screw en la Opéra National du Rhin no salga uno del teatro con cierto desasosiego. Además de por la inquietante música de Benjamin Britten, la historia de fantasmas que nos cuenta remite tanto al terror atávico hacia los seres de ultratumba como a la infancia como periodo configurador del individuo en función de su entorno, para bien o para mal y, en ocasiones, de forma irreversible. Una auténtica ópera de terror psicológico cuyo estreno en 1954 no fue muy bien recibido por lo escabroso del tema. Ni siquiera los admiradores de Henry James, en cuya novela homónima se basa la obra, acogieron con entusiasmo una adaptación en la que los fantasmas cantaban en lugar de limitarse a mover objetos. El libreto, escrito por Myfanwy Piper, está concebido para un público que fuese capaz de asignar un plano psicológico y no real a lo que aparece en escena, una audiencia muy diferente a los lectores de finales del siglo XIX. El cine había ya utilizado este tipo de lenguaje al menos desde el estreno de El gabinete del doctor Caligari, en 1920. Además de en este rasgo, se adivina la influencia cinematográfica en el carácter narrativo de la ópera y en su gran número de escenas, diecisiete nada menos. La sobriedad de la obra, sin coro y con sólo trece músicos y seis cantantes, la enmarca en lo que Britten denominaba “ópera de cámara” en una carta a su amigo Ralph Hawkes, siguiendo la estela de dos composiciones anteriores, The rape of Lucretia (1946) y Albert Herring (1947). Como curiosidad, en su estreno el pequeño Miles fue interpretado por David Hemmings, el que luego protagonizaría el magnífico Blow-Up de Antonioni.
La historia la protagoniza una institutriz, virgen y cándida, que es contratada para cuidar y educar a dos hermanos, Miles y Flora, que viven en su casa de campo de Bly con un ama de llaves, la señora Grose, mientras su tutor atiende sus asuntos en la ciudad. Si bien la institutriz, cuyo nombre desconocemos, es recibida calurosamente por los niños, la cosas van torciéndose cuando descubre que empiezan a comportarse de manera extraña e intuye la presencia de fantasmas en la casa. ¿Son los fantasmas entes reales que intentan pervertir a los niños o son sólo producto de la imaginación de la institutriz?
Musicalmente las escenas están magistralmente hilvanadas entre sí, con breves piezas instrumentales que hacen de transición entre ellas. La percusión complementa el carácter narrativo de la obra, ya sea con redobles de tambor cuando los niños juegan a desfilar o con campanadas antes de la misa del domingo. Además, el que haya dos voces infantiles en la obra enriquece el juego de tonalidades, hecho especialemente evidente en la fabulosa escena de bienvenida de la institutriz, con cuatro voces simultáneas.
La producción de The turn of the screw realizada por el Theater an der Wien de Viena, que la Opéra National du Rhin ha representado en Estrasburgo y que aún podrá verse en La Filature de Mulhouse (Alsacia) el 7 y 9 de octubre, transmite de forma impecable todos estos elementos a su puesta en escena.
La escenografía es simple, muy centrada en la presencia de las ventanas de la casa de campo de Bly en la que se desarrolla la historia. Las vistas se presentan tanto desde el exterior como desde el interior, en composiciones que recuerdan a los lienzos Edward Hopper, aunque transpuestos a la gama de grises pastel que predomina durante toda la representación. Pero lo que más destaca es cómo se resuelve el cambio entre las escenas, con paneles negros que encuadran la imagen tanto desde los laterales como desde arriba, permitiendo cambios de plano y fundidos en negro como si de una película se tratase, lo que realza el carácter cinematográfico del libreto de Piper.
Durante el breve prólogo, más propio de una novela que de una ópera clásica, se proyectan de fondo imágenes en sepia que acompañan la presentación de la historia, entonada desde un atril por un misterioso personaje que Britten y Piper introdujeron en el último momento. Las proyección de imágenes se utiliza de nuevo para ilustrar el viaje de la institutriz y sus dudas en la segunda escena, pero es sobre todo al principio del segundo acto cuando cobra todo el sentido, cuando se proyectan sus pesadillas sobre los fantasmas de Quint y Miss Jessel sobre su figura dormida.
Desde el comienzo hasta que el telón se cierra sobre una pietà cabizbaja, uno no puede evitar revolverse en el asiento, consternado por la angustia de la institutriz y su lucha interna entre el miedo y el deseo de salvar a los niños, que ella intuye en peligro. Obviando fantasmas y alucinaciones, queda aún la certeza de cómo la educación y la soledad pueden transformarnos desde la cuna, lo que da incluso más miedo.
Julio Navarro