El escenario del Teatro de la Zarzuela se convierte en circo, se convierte en feria, se vuelve carne de music hall, se torna habitación vulgar de un vulgar hotel de provincias. El escenario del Teatro de la Zarzuela se convierte en una caja prodigiosa donde se van a dar la mano la ilusión, la ternura, el absurdo, el amor imposible, la indecisión, la vulgaridad, la genial locura. Todo ello cabe en la deliciosa obra de Miguel Mihura que ahora se perfecciona con la música seria, importante, bien realizada, de un compositor de prestigio y que demuestra su indudable calidad, el alicantino Ricardo Llorca, músico español que triunfa en los Estados Unidos de América. Se ha respetado bastante el texto original de la genial comedia, aunque se han hecho algunos cambios, imprescindibles por otra parte, y que no han mermado para nada el espíritu de la comedia, la genial aportación de Mihura.
Para todo ello se ha contado con un equipo que no vacilo en calificar de formidable. La música, ya está escrito, es de Ricardo Llorca, los diálogos los del propio Mihura y los cantables de Llorca. Si a todo esto unimos una acertadísima dirección musical de Diego Martín-Etxebarria, una muy adecuada dirección escénica de José Luis Arellano y siguiendo en la racha de aciertos-al menos para el que esto firma- la inteligente escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda y el vestuario de Jesús Ruiz. Todo ello puesto al servicio de un espectáculo realmente brillante, que mantiene en todo momento la atención del espectador, que combina de forma sabia y eficaz los distintos planos de la música , el texto, la coreografía, todo lo que contribuye de manera eficiente a crear o recrear, ese milagro escénico en el que se convierten estos Tres Sombreros de Copa.
Miguel Mihura siempre fue un adelantado a su tiempo. Comprendió, captó y asimiló perfectamente el teatro del absurdo y , en sus manos, este teatro se convirtió en algo excepcionalmente bello, donde la ironía, el propio absurdo, no deja de tener un claro tinte de melancolía, una buena dosis de poesía, de acendrado lirismo. Una ternura que siempre está latente, como lo está en muchas otras obras de Mihura, en su Ninette y un señor de Murcia, sin ir más lejos. Mihura plantea un humor inteligente, absurdo pero bien asumible. Es un surrealismo que, sin embargo, está más cerca de una tenue línea poética que hace más atractivo el texto, que lo humaniza.
Con un material literario como el que ofrece Tres sombreros… ha surgido una música deliciosa, perfectamente planteada y llevada a cabo con todo éxito, por un músico tan serio, tan responsable, como es Ricardo Llorca. No era fácil la tarea que tenía ante sí. Porque no estamos hablando de un libreto pensado para ser musicado. Antes al contrario, ha tenido que crear desde algo que ya estaba escrito y ha sabido adaptar con sabiduría, con verdadero talento musical, un partitura que iba a subrayar lo que ya estaba escrito. No ha sido tarea fácil pero la verdad es que ha salido triunfador de la misma y los resultados han podido ser disfrutados por el público que llenó el aforo del teatro de la calle Jovellanos. Y desde el principio, con la convincente obertura donde ya parece que se bosqueja ese mundo de sentimientos, de irónica mirada a la vida, pero también mundo donde lo absurdo, lo surrealista convive con la ternura, envolviendo la futura acción en un hálito de encanto, como una tenue corriente poética. La obertura también nos lleva a ese mundo extraño, único, fantástico, del circo y a la música callejera, con ese violín, o ese piano, o ese hermoso acordeón que tan nostálgico suena, o la trompeta que tanto significa en la música del circo y en la música callejera. Entre la ironía y el sentimentalismo se va a desarrollar el aria de Don Rosario Mi niño, Mi niño. Y de nuevo la música describiendo un ambiente en un nocturno que tiene belleza, que presenta una factura de gran calidad, como moviéndose en ese mundo irreal pero tan vivo de la farsa, del circo, del espectáculo y de los sentimientos que van encontrándose. Música tonal, sin que se renuncie a ciertas audacias, pero entendible y con la finalidad de ser saboreada por el público. O el vals de la bailarina muy sugerente o el delicioso tributo a otras músicas con la nana tan sugestiva o la briosa aria de Don Sacramento o las intervenciones, tan bien delimitadas, de Paula y Dionisio. Espectaculares las tarantelas de Madame Olga, o el charleston, o el final cargado de emotividad, de nostalgia. Utilización sabia de distintas tendencias en diferentes ubicaciones geográficas. Un buen trabajo, un excelente trabajo de Ricardo Llorca que nos hace reir, entusiasmarnos y a veces llenarnos de una tenue nostalgia. Música acertada que nos conduce por unos senderos donde la ironía, el aparente sinsentido se alía con una deliciosa ternura.
Muy buena la interpretación de todos y cada uno de los personajes, así como coro y orquesta. Pero ha brillado con luz propia, con una enorme fuerza, Rocío Pérez, joven y bellísima soprano que ha cantado con un gusto, con una excelente voz, con un hondo sentimiento. El disparatado personaje de Paula lo ha hecho mucho más humano, con una mayor dosis de ternura, de sentimiento. En una noche de buenos intérpretes, ella ha sabido brillar como nadie, ha conseguido un enorme triunfo presentándonos una versión nueva, acabadísima, de un personaje tan lleno de encanto como es el de Paula. Junto a ella también ha saboreado legítimamente las mieles del éxito el tenor Jorge Rodríguez-Norton que ha hecho convincente a un personaje como el de Dionisio, siempre dubitativo, siempre dispuesto a seguir a quien se lo proponga. Ha cantado con muy buen gusto, con una voz muy bonita, muy bien timbrada y ha dejado- una vez más- una grata impresión en el Teatro de la Zarzuela. Emilio Sánchez, Gerardo Bullón y Enrique Viana han estado acertados en sus papeles, el último haciendo una buena versión de la Mujer Barbuda. Resto de personajes, actores, coro, todos ellos han contribuído al buen éxito de esta obra que ha tenido acertadísima dirección escénica y muy interesantes la escenografía, el decorado y la coreografía. En fin, que ha merecido la pena.
José Antonio Lacárcel