Turandot. Puccini. Londres. Opera World

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Vuelve por segunda vez en esta temporada a las tablas del teatro de Covent Garden la ópera póstuma de Puccini. A quienes trabajamos en el mundillo lírico y muchas veces olvidamos que a la ópera no sólo acuden puntillosos oyentes de los discos de pizarra de Miguel Fleta y Rosa Raisa, nos provoca algún estupor que un teatro de la solera de la Royal Opera House utilice en su publicidad el reclamo “Escucha Nessun Dorma, la mejor melodía…” Se nos olvida que el patio de butacas  no se llena sólo con operófilos incondicionales -ni siquiera en Londres-, de esos que hace unos años iban con bolsita al teatro para intercambiar discos con otros semejantes; ahora se estila más la descarga casera (alabado sea Dotcom encarcelado, sea por siempre bendito y alabado). Hay un público, el mayoritario, para el cual el nombre de la hija de Altoum no tiene por qué evocar necesariamente nada y no lo relacionan con la arrebatadora melodía que éstos seguramente descubrieron en la voz de Mario Lanza, el último Pavarotti o la rareza de Aretha Franklin en la entrega de los Grammy en 1998. Otros han tenido menos suerte y se toparon con ella por primera vez cantada por Sarah Brightman, Andrea Bocelli, il Divo, Mónica Naranjo o alguno de los que conforman la interminable lista de los Paul Potts, Branden James, Amira Willighagen, Bobby Angel, Eddy Valenzuela, Jackie Evancho y otros tantos que seguirán (ab)usando (de) la mítica aria en las fábricas televisivas de nuevos y nuevas Baby Jane. A ese público le digo: señor, señora, muchacho, jovencita, nenes… ¡No esperéis al tercer acto y disfrutad desde la primera escena! ¡Estáis ante la mejor obra de Puccini! Aprovechadla.

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A pesar de su popularidad, cada vez más creciente, y aunque pertenezca de pleno derecho a lo que conocemos como “gran repertorio”, Turandot queda relegada al puesto nº 17 en número de funciones al año. El pasado, por ejemplo, se interpretaron 224 funciones en todo el mundo: menos de la mitad de funciones que se dieron de La Traviata, Carmen o Flauta Mágica, otras tres que tienen sendos números tan populares como “Nessun dorma”. ¿Por qué? Es sencillo: pocas sopranos pueden afrontar el rol protagonista con tan siquiera solvencia. En estas funciones de la ROH encarnó a la gélida princesa Iréne Theorin, de voz desigual, desabrida y tremulante que podría estar revelando que la soprano ya se encuentra en horas bajas. Aún así, cumplió y recibió el aplauso agradecido del público que valoró el esfuerzo. Si es difícil encontrar una soprano idónea, tampoco se queda atrás la empresa de dar con un tenor con la resistencia, el volumen y los agudos (y con los arrestos) necesarios para llegar al final de la función con la voz entera. Alfred Kim también cumplió, no sin cierta tosquedad, aunque con agallas. No cuenta con un timbre agradecido, pero la voz está bien colocada y sobrepasa siempre la orquesta; tratándose de este título y con el panorama que hay, ya podemos darnos con este canto en los dientes, aunque el canto en sí no tenga nada de extraordinario.

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Mejor estuvo Ailyn Pérez. No, no se esperen a Montserrat Caballé; de esa raza hay pocas. Pero tampoco nos obsesionemos con lo que hemos escuchado en los discos e intentemos disfrutar con lo que el género todavía puede ofrecernos. Correcta en “Signore, ascolta”, sí llegó a brillar en “Tu che di gel sei cinta”. A falta de mayores excelencias canoras, con los recursos vocales que posee la soprano consigue conmover por su emocionada interpretación, lacrimógena, como corresponde a tantos extractos puccinianos.

Vocalmente estimulante fue el Timur de Matthew Rose, vigoroso Ashley Riches como Mandarin y correctos Grant Doyle, David Butt Philip y Luis Gomes como Ping, Pang y Pong, a pesar de que la escena principal de los tres personajes cómicos pasara sin pena ni gloria. Quizás por causa de una dirección (la de Luisotti) un poco trabajada a ratos; no me atrevería a decir que “como para salir del paso”, pero no a la altura de este coliseo ni de un director de la talla de quien es director musical de la Ópera de San Francisco y del Teatro San Carlo de Nápoles, a quien otras veces hemos podido escuchar mejores funciones, incluso de este mismo título.

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El montaje es una reposición de la producción de Andrei Serban, estrenada en Los Ángeles y la ROH en 1984. Escenografía única para los tres actos, muy buen iluminada (mérito de F. Mitchell Dana), muy bien vestida por Sally Jacobs, no tan bien coreografiada y con un planteamiento tradicional y en general poco imaginativo.

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Alguno podrá sorprenderse con esta reseña tan poco entusiasta en comparación con la que hemos publicado de Paul Bunyan, cuya compañía sin duda no puede ofrecer los niveles de calidad que sí ofrecen los cantantes, la orquesta, la dirección, el coro y el montaje de esta Turandot. Evidentemente, hay que juzgar cada espectáculo en la medida justa, valorando los resultados siempre conscientes de los elementos con que se cuenta en cada caso. Bajo esa premisa, esta Turandot no pasa de ser otra Turandot más: ni más ni menos… Que no es poco. Una buena oportunidad para aquellos que sólo conocen “Nessun dorma” y quieran asomarse al género. Para los que iban con la bolsita de discos en los años 80 y 90, les diré que ya ni siquiera se puede ligar en la cola de la taquilla: ahora la mayoría compran su entrada online. Les recomiendo pues que en esta ocasión se queden en casa escuchando algún disco de la Nilsson o de la Turner. No de Tina, sino de Eva. Hasta donde yo sepa, la tigresa nunca intentó seducir a ninguna princesa oriental.

Raúl Asenjo