
Il Trovatore de Verdi es un caso singular dentro de las obras maestras de Giuseppe Verdi. Si bien su inconmensurable torrente melódico, razón primera de su popularidad, confiere fuerza dramática a lo que acontece en escena, en el sentido más verdiano, lo endeble del argumento, ante todo en lo relativo a la psicología de los protagonistas hace de esta obra un título denostado por parte del público y los programadores.
Para cuajar un buen Trovador es indispensable contar con cuatro cantantes de primera fila, con la voz en sazón y la inspiración a flor de piel. No hay que desdeñar tampoco la importancia de un coro sólido, capaz de crear efectos atmosféricos más allá del texto. Como era de esperar, la producción de Il Trovatore del Met de Nueva York, que vivió su última función el pasado jueves, alineó un gran cartel de cantantes. Leonora estuvo interpretada por la soprano Jennifer Rowley, la mezzo Anita Rachvelishvili fue Azucena, mientras que los protagonistas masculinos fueron el tenor Yonghoon Lee como Manrico y Luca Salsi como Conde de Luna.
Es de justicia decir que pese al gran nivel general, los veteranos se impusieron sobre sus compañeros jóvenes.
La Leonora de Jennifer Rowley cumplió con nota la parte, si bien un exceso de vibrato sobretodo al principio de la opera afeó páginas como Tacea la notte placida. Después, su voz mate, de medios anchos y reposados y una proyección afilada en el agudo supo mantener el tipo durante toda la velada. La soprano de Ohio dibujó una Leonora sobria y poco mediterránea, con una frugalidad interpretativa casi ascética.
El tenor surcoreano Yonghoon Lee puso su arte al servicio del Manrico verdiano con apreciable fortuna. Su canto, que pese a sonar algo gutural y corpóreo, demasiado muscular, se ensancha en el agudo para dejar notas de enorme poder sugestivo. Aunque sin exquisiteces, pudimos disfrutar de su sonido noble y varonil, entonado y dúctil. Rígido en lo actoral y un tanto inexpresivo, aún tiene Lee en lo interpretativo un largo camino por delante para sintonizar con el canon de tenor verdiano, si bien los mimbres están ahí, así como la pasión y la actitud. En sus intervenciones a dúo con Rowley, es lícito decir que el empaste de ambas voces no era el óptimo, aunque al tratarse de dos voces sobradas de cuerpo, las páginas de Manrico con Leonora sonaron vibrantes y calurosas.

El barítono italiano Luca Salsi estuvo espléndido en su papel de Conde de Luna. Siempre por encima de la partitura, su canto es pura música y su línea, muy idiomática, permitió una escucha relajada. El instrumento de Salsi está en pleno vigor, y el público de Nueva York pudo disfrutar de su sonido redondo y opulento, a la antigua, dejando correr la voz en portentosos ligatos y cincelando las notas como en bajorrelieve. Su Conde, humano y sugerente, es todo un lujo para los amantes de esta cuerda.
Posiblemente, la triunfadora de la noche fue la Azucena de la gran Anita Rachvelishvili, con permiso de Salsi. (Bien es sabido que los personajes malvados cosechan menos aplausos en el Met que los buenos). Las claves de su éxito, un sonido reposado que enamora en el registro bajo y centellea arriba, con un vibrato matizado y sucinto, trinos serpenteantes y expresivos, así como una efectividad actoral sobresaliente. Fue ampliamente ovacionada por el público del Met.
Sarah Mesko fue una solvente Inés, en un tono siempre asertivo y pujante, que enfatizaba lo perfumado de su timbre, fibroso y sensual. El bajo surcoreano Kwangchul Youn, por su parte, fue un poderoso Ferrando. El cantante supo sacar partido de su timbre opaco y metálico y de una línea de canto directa y bien articulada, para exponer la frialdad soldadesca del personaje.
En el foso encontramos a un Marco Armiliato quirúrgico y puntilloso, más académico que innovador. El maestro se mostró sabiamente efectivo en las transiciones entre cuadros y tímidamente facilitador con los cantantes.
El coro del Met, preparado como siempre por el maestro Donald Palumbo, se mostró bien empastado en todas sus intervenciones si bien algo circunspecto en los ensembles. Muy espectacular resultó el coro de los gitanos, con gran repique de yunques, muy al estilo americano propio del coliseo de Manhattan.
La producción de Sir David McVicar, con escenarios de Charles Edwards, facilitó el disfrute del drama, sin salir al paso del consabido cartón-piedra tan propio de la fábrica de ópera que es el Met de Nueva York. Los figurines de Brigitte Reiffenstuel no convencieron del todo, algo dispersos de estilo aunque de una cuidada factura.
Mientras el foso del Met siga palpitando con buen pulso verdiano y el coliseo de Manhattan siga atrayendo a algunos de los mejores artistas líricos del momento (jóvenes y consagrados), seguiremos asistiendo a grandes veladas de ópera. El pasado jueves, las tablas de Salsi y Rachvelishvili alumbraron mayores glorias que el ímpetu juvenil de Lee y Rowley.