la apertura de tempora del Teatro Real 23.IX.2020 Por Germán García Tomás
Dice el refranero popular que rectificar es de sabios y que hasta el mejor escribano comete un borrón. Y es que el Teatro Real de Madrid, en una reacción inmediata y coherente para enmendar la polémica suscitada por la falta de distancias de seguridad en la zona del paraíso, que provocó la suspensión de la segunda representación de la ópera Un ballo in maschera por las airadas y reiteradas protestas de parte de ese sector del público, ofreció finalmente su tercera función al 65% de su capacidad en cada una de sus zonas en una sesión libre de altercados y donde el buen teatro cantado se impuso frente al incómodo episodio del domingo anterior, ampliamente difundido a nivel mediático y que nos hace reflexionar sobre por qué parece interesar a ciertos medios de comunicación de toda índole difundir noticias de un teatro de ópera únicamente cuando se genera una bronca y no atender a su actividad ordinaria de forma puntual.
Debates aparte, este Ballo verdiano supone un nuevo punto de inflexión en esa senda audaz y -¿por qué no decirlo?- valerosa, que emprende el coliseo lírico de la capital en su empeño por seguir erigiéndose en el primer teatro de ópera del mundo en levantar el telón frente al azote pandémico que hace tambalear al mundo entero. Si La traviata del mes de julio (a función diaria, no lo olvidemos) fue el campo de experimentaciones en la presente nueva realidad -nos estomaga el concepto oficialista “nueva normalidad”- de mascarillas, geles hidroalcohólicos y distancias sociales, este nuevo Verdi es la constatación de que empieza a perfilarse la tendencia de que se puede representar ópera con todas las garantías y los estándares de calidad en los tiempos del Covid, no sin un esfuerzo ínclito de todos los participantes en una empresa riesgosa que, en medio de una pandemia mundial, podría calificarse de auténtico desvarío y cuanto menos que estéril por la cantidad innumerable de elementos que tienen que implementarse para que una ópera escenificada llegue a buen término en tales circunstancias de prueba para una sociedad en su conjunto y para un sector cultural muy damnificado en particular, muchísimo menos dura y rigurosa que en marzo y abril, sí, pero prueba pese a todo.
Y hablamos aquí de ópera escenificada, porque en la Traviata veraniega tuvimos una suerte de versión semiescenificada, como la que con no menor esfuerzo ha realizado en años anteriores la Fundación Excelentia con óperas de repertorio como este mismo título verdiano en funciones únicas en el Auditorio del Palacete Duques de Pastrana del Paseo de la Habana y que Dios sabe cuándo se podrá retomar como proyecto, mucho más modesto pero francamente interesante y complementario a toda la impresionante infraestructura y arsenal de recursos materiales y humanos de que dispone siempre el Teatro Real. Como decíamos, ahora en este Ballo nos hemos encontrado felizmente con una puesta en escena en toda regla, con decorados, atrezzo, coreografía y vestuario dispuestos ad hoc, pero que es otra producción distinta de la inicialmente prevista que ha venido exportada desde el veneciano Teatro La Fenice, adaptada escrupulosamente a las medidas sanitarias por el propio director de escena, Gianmaria Aliverta, que elige llevar la acción al Boston original de la trama -cuyo libreto primitivo, Una vendetta in domino, le deparó tantos sinsabores a Verdi con la censura napolitana y otros tantos con la romana-, pero no el Boston del siglo XVII, sino el más coetáneo al estreno de la propia ópera en 1859.
El elemento racial rige de principio a fin la propuesta escénica, convirtiéndose en una especie de alegato contra la tiranía y la esclavitud y que nos recuerda bastante las guerras intestinas entre republicanos y demócratas que degenerarían en el propio conflicto bélico de los Estados del Norte contra los del Sur que la historia ha denominado Guerra de Secesión americana. De hecho, la caracterización del propio Riccardo (el Gustavo III de la pieza primigenia de Eugène Scribe que musicalizaron Auber y Mercadante antes que Verdi) nos recuerda, con su barbita de incógnito en el antro de la adivina Ulrica, un trasunto del mismísimo Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos por esta época (quizá el humilde cronista que escribe estas líneas está ungido por el don de la imaginación desbordante, pero así se lo sugiere).
Pese a la traslación temporal, la escenografía debida a Massimo Checchetto permite en general seguir el curso de la acción con facilidad, salvo los movimientos un tanto aparatosos de los figurantes y bailarines en la escena de Ulrica, que conserva ese halo de misterio y tinieblas que requieren sus predicciones y conjuros, y cuyo suelo llameante nos recuerda al ambiente general de ese Trovatore de Francisco Negrín que presenciamos el año pasado. Resultan funcionales la amplia escalera del acto primero y esa roca giratoria a modo de campo de ejecuciones del segundo donde Amelia se lamenta de su amor prohibido por Riccardo. Aun así, el regista peca demasiado de original en el acto tercero, cuando después de habernos deslumbrado con una gigantesca bandera de Estados Unidos que ocupa toda la escena en el soliloquio de Riccardo, convoca a la Estatua de la Libertad tanto como elemento escénico como para el diseño de las máscaras en el baile conclusivo. También se pasa de frenada cuando nos presenta a los conspiradores como miembros del Ku Klux Klan, enfundados en sus caperuzas blancas. Bueno, podría haber sido francamente peor la propuesta, y habérnosla trasladado a Minneapolis en este 2020 con un Renato apretando el cuello de un Riccardo de raza negra hasta asfixiarlo con miembros del Black Lives Matter entre los figurantes. Pero afortunadamente, y para respiro de todos, no han ido por ahí los tiros en medio de esta oleada antirracial por la muerte del afroamericano George Floyd que también nos circunda y que aún desconocemos si será igual de virulenta que la del coronavirus.
Como en julio, el maestro Nicola Luisotti ha sido de nuevo el vigoroso motor musical sobre el que gira esta producción desplegando todo su buen hacer a la hora de destinar las diferentes coloraciones y climas sonoros que posee esta ópera, donde la tragedia y la comicidad están tan íntimamente interrelacionadas. Vuelve a ser una gozada verlo dirigir con esa clase y distinción que hace brotar la melodía verdiana con irresistible encanto y sentir el latigazo del drama en algunos de los pentagramas más oscuros que escribió el compositor de Bussetto para instantes como el sorteo en el que se decide quién asesinará al conde de Warwick. El italiano extrae el mejor rendimiento de la orquesta titular, que responde con absoluta firmeza a sus movimientos, ora impulsivos, ora delicados, y en la que brillan los solos de chelo, corno inglés, flauta y arpa, al igual que luce el magnífico coro con su acostumbrado empaste y coordinación.
Las voces en el primer reparto consiguen un alto nivel de delectación lírica. El tenor Michael Fabiano compone un Riccardo arrojado, de canto enfático y apasionado, como atestigua su ardoroso y encendido, pero distanciado dúo del segundo acto con Amelia -punto nuclear del drama-, o su más extenso momento en solitario, el aria del acto tercero, “Ma se m’è forza perderti”. Exhibe un gran volumen vocal –de auténtico tenore di forza– y sobresale la belleza de su grato timbre que contrasta con el más comedido e íntimo Alfredo que le vimos hace dos meses, aunque ese exceso de exaltación le lleva a perder en ocasiones el cuidado y el detallismo de la frase. La Amelia de la italiana Anna Pirozzi –muy recatada en escena- posee un instrumento plenamente lírico, con leves dosis oscuras de spinto para momentos de tensión dramática, como su magnífica traducción del aria del acto segundo “Eco l’orrido campo”, con un vibrante ascenso al agudo, un dramatismo que la lleva además a desplegar un canto refinado e intimista no exento de filati. Artur Rucinski, desde su anterior Germont ha demostrado una vez más unas trazas vocales que le llevan a ser con justicia uno de los mejores barítonos verdianos del momento, dando vida al más complejo Renato con un canto de gran autoridad e impecable línea, como en el aria “Eri tu”. Daniela Barcellona visita el Teatro Real con el rol de Ulrica (una hermana de Azucena de tonos mucho más sombríos), que se aleja enteramente de los postulados del repertorio operístico que más ha frecuentado, el rossiniano, pero consigue una interpretación de gran estremecimiento y carácter sombrío, con un registro grave de notable entidad. La soprano ligera Elena Sancho Pereg recrea al travestido Oscar con encantadora desenvoltura escénica y deliciosa prestación vocal en sus couplets de inspiración francesa, elevándose holgadamente en los concertantes, mientras que el resto del reparto se sitúa a buen nivel, destacando el Silvano del barítono Tomeu Bibiloni y el ácido Samuel del bajo Daniel Giulianini. Con este Ballo in maschera de auténtica raza, el coliseo de la Plaza de Oriente vuelve a aprobar con nota alta la ardua y arriesgada empresa, encarando todas las adversidades sanitarias y con la mira puesta ya en el próximo y esperado montaje de Rusalka de Dvorak.