La orquesta de Valencia ofreció un concierto en el Palau de les Arts que fue un primor de sensibilidad exquisita, contando con la inspirada batuta de Ramon Tebar y el violoncello de sugestiva expresividad y sonoridad de mórbido y brillo de Mischa Maisky.
No es frecuente audicionar el Adagio con variaciones de Respighi y es lástima porque es una obra muy bien concebida de sensitiva belleza y que cuando se interpreta con tanta inspiración como lo hicieron los músicos valencianos y el cellista letón, seduce. El solista ofreció una versión de melancólica sugestión, arropado por sonoridades aéreas de los arcos y flauta en el inicio, que la batuta se complació en hacer atmosférico. Las variaciones reflejaron distintos estados del ensueño del espíritu, merced al criterio de un cellista inspirado al que Tebar dejó frasear a placer, haciendo que la orquesta fuera una seda para que contrastara el terciopelo del sonido del Stradivarius.
En el primer tiempo del concierto de Schumann uno de los más bellos del repertorio, Maisky puso de manifiesto en la cadencia inicial el espíritu de la obra lleno de pasión y espíritu emocional. En la coda el director se enervó para exponer el tema con intensidad, a fin de que contrastase con el sonido lírico del solista. El tiempo lento incitaba a una meditación poética con una de las más inspiradas creaciones melódicas de Schumann. Tebar retenía el pulso para empastar en mayor medida la dicción iluminada del cello. El enlace del tercer movimiento no pudo ser más preciso ni más claro en la modulación. La energía se adueñó del ambiente con rapsódico aire de danza, en el que el solista patentizó su virtuosismo sin falsos efectismos. Antes bien, con arrobada expresividad enervante. A los rotundos aplausos del público, orquesta y solista correspondieron con una lectura del «Nocturno» de Tchaikovsky en el que Tebar se embebió del sonido y la inspiración de Maisky, respondiendo con no menos imaginativo aliento en el acompañamiento orquestal.
Tampoco era usual la muy compleja y peliaguda «Sinfonía Dante» de Liszt que ocupó la segunda parte de la audición. El inicio se patentizó con un inicio satánico (el tritono de Fa a Si) digno de los tétricos grabados de Gustavo Doré, donde estremecía el ulular de viento (uno recordó la excelente versión de Conlon) seguido del enigmático fugado de los arcos para buscar el estremecimiento de un tutti desesperado, antecedente de la narración épica de los héroes míticos que se metamorfosea en un relato poético al narrar los amores de Francesco y Paola, en los que Liszt no parece condenar a los amantes adúlteros, y se fija, sobre todo en el rapto amoroso que los subyuga. Fue aquí cuando las huestes de Tebar alcanzaron un clima de diálogo doliente con el solo del clarinete bajo, respondido por clarinetes y fagotes en el ambiental idilio amoroso que aún volvieron más emotivos las arpas el oboe y la sugestiva atmósfera sensorial de los arcos. Fue aquí cuando se produjo el prodigio del matiz que la orquesta concedió a la página más incitante de la sinfonía lisztiana. Muy precisa la anacrusa posterior al glissando de las arpas que precede a una danza con propósito de aquelarre (la risa blasfema) establecida en una insidiosa fuga por su inexorable dificultad, resuelta en un sardónico crescendo, de insólita ambigüedad tonal, que la batuta del director contrastó más con un uso de la sonoridad intensa que del desenfreno para no pecar de imprudente alejándose de la exageración.
El Purgatorio tuvo un planteamiento evocador de la placidez de los que allí esperan ser redimidos. Los oracionales de las maderas mecidas por el aliento de las arpas y el primor de los primeros violines con una Anabel García sugestionada en el propósito de conducción de su cuerda, llevaban a la exquisitez contemplativa de terciopelo sonoro. El canon de violas, segundos y cellos que cierran los bajos y las maderas, ya aportó el fulgor del empíreo en una loa a la esperanza, que contrastaba con el rumor remoto del tema satánico del primer fragmento y con la incisividad matizada de trompas y trombones evocando que aún existe el sufrimiento en el purgatorio. En el Magnificat, el Coro Catedralicio valenciano entró con una fervorosa plegaria con resolución de eco que derivó, en su invocación, en un final glorificador. No tiene el nivel del Coro de Valencia, pero su prestación fue, sin duda, solvente con un significativo aliento pietista.
Antonio Gascó