Un Nabucco de contrastes en Oviedo

Un Nabucco de contrastes en Oviedo
Escena de Nabucco en Oviedo. Foto: Ópera de Oviedo

Nabucco, segundo título de la temporada de ópera ovetense, se presenta en el Teatro Campoamor con altibajos escénicos y vocales, salvados por una acertada dirección musical de Gianluca Marcianò y el Coro de la Ópera de Oviedo.

Era muy esperado el debut del director de escena asturiano Emilio Sagi en Nabucco, una ópera para la que, como él mismo se había encargado en señalar, se huiría de la clásica visión de las ‘óperas de barbas’. Sin renunciar a muchos de sus tics que son auténticas marcas de estilo (el uso de las sillas, de las telas, de las velas o incluso la propia concepción de la caja escénica nos remiten a otros celebrados títulos en su repertorio), Sagi apuesta por una ubicación atemporal que se sirve de elementos icónicos que nos sitúan geográficamente, y que sorprenden por lo acertado de su ubicación y lo efectivo de su (aparente) sencillez conceptual. Sin embargo lo rígido e impostado de muchos movimientos escénicos, sin lugar a dudas buscados, pero que en ocasiones, como ocurría en la entrada de Nabucco o el final del primer acto, resultaban demasiado fríos, llegaban a restar emoción a algunas situaciones.

Este tipo de concepción afectó sin dudas a algunas líneas de canto. Especialmente evidente fue el caso de Ekaterina Metlova, quien presentó una Abigaille histriónica y desatada que repercutió en su voz, con unos ataques en ocasiones demasiado violentos, y unos bruscos cambios de registro que desvirtuaban una voz por lo demás sobrada para tan exigente personaje, como tuvo ocasión de demostrar cuando se pudo desprender de lo hiperbólico del personaje en favor de una lírica más pura, como ocurrió en el “Anch’io dischiuso un giorno” o en todo el dúo con Nabucco en el tercer acto.

Escena de Nabucco
Escena de Nabucco en Oviedo. Foto: Ópera de Oviedo

A su lado Vladimir Stoyanov como rey tampoco llegó a copar todas las expectativas puestas en él, desarrollando un personaje muy acertado en lo dramático, pero que vocalmente fue de menos a más hasta culminar en el esperado “Dio di Giuda”, sin duda su mejor momento de la noche. Sin embargo le faltó volumen y cuerpo vocal para presentarse como un convincente Nabucco.

Mikhail Ryssov en el papel de Zaccaria sí se presentó como un bajo más puro, aunque con evidentes problemas de estabilidad en el registro más grave, y tanto el Ismaele de Sergio Escobar como la Fenena de Alessandra Volpe aprovecharon su tiempo –más limitado– para interpretar con acierto los papeles más líricos en la tradición del Verdi más romántico. Miguel Ángel Zapater (El Gran Sacerdote de Baal), Jorge Rodríguez-Norton (Abdallo) y Sara Rossini (Anna) solventaron sus apariciones, que no permitían grandes alardes, con eficiencia.

Pero decíamos al comienzo que el Coro de la Ópera de Oviedo –dirigido por Patxi Aizpiri– culminó una de sus mejores actuaciones, por empaste potencia y saber hacer dramático. No sólo en el espectacular comienzo o en el celebérrimo “Va, Pensiero” (recibido con una enorme ovación nada habitual en el público asturiano, que no acostumbra a grandes demostraciones de afecto hacia los coros), sino que sus miembros vertebran dramática y musicalmente una función que se pone en sus manos en no pocas ocasiones, y en todas ellas salen victoriosos.

La dirección musical de Gianluca Marcianò no sorprendió por una original lectura, pero se abandona sin complejos al Verdi más guerrero y espectacular, y cuida la línea melódica con gran mimo en los momentos más íntimos, con especial protagonismo de las maderas o el violoncello solista. Consigue generar una paleta de colores muy viva y variada, sin perder nunca el nervio característico de la música verdiana, necesario para no caer en la monotonía, aspecto que consigue gracias a una entregada Oviedo Filarmonía, formación que demuestra con cada aparición en el foso del Teatro Campoamor su versatilidad y especialización dentro del teatro lírico.

Alejandro G. Villalibre

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