Un Teatro Colón colmado ovacionó la ópera de André Previn basada en el clásico de Tennessee Williams.
Un tranvía llamado Deseo es, sin duda, un clásico del teatro occidental de un siglo XX afecto en hurgar en las pequeñas (y profundas) tragedias de la gente común que vive casi anónimamente en medio de la multitud.
Estas introspecciones a las células de la sociedad, nos pone en contacto con personajes que catalizan las tragedias de las que no se habla en los diarios ni en los noticieros, pero que logran que el espectador no pueda permanecer incólume; vea y se vea, se conmueva y, ojalá, reflexione.
Mucho más que simple espectáculo. Nada más lejos de un momento de distención. Teatro vuelto a la esencia griega: la tragedia como vehículo de la catarsis. Aunque no sean necesarios los héroes mitológicos y nos baste con historias pequeñas y cotidianas.
Tennessee Williams fue un maestro del género y sus obras, como decíamos, se han transformado en verdaderos clásicos del Teatro del siglo XX, que permanentemente vuelven a los escenarios y que han saltado desde allí al cine, logrando una multiplicación casi infinita. Precisamente por ello, resulta interesante el desafío al que se enfrentó, el recientemente fallecido, André Previn cuando decidió hacer de esta pieza una ópera. La decisión significa indudablemente someterse a las comparaciones e intentar acomodar la lógica del teatro en prosa a la de la ópera.
El libreto de Philip Littell se basó en el texto de Williams reduciendo su caudal (incluso algunos personajes) pero afortunadamente conservando intactos la riqueza de la voz del autor (literariamente hablando) al mantener las palabras aunque reduciendo las escenas, y la profundidad poética de la obra.
Sobre ese libreto, Previn compuso una música que crea climas, acompaña al decir, nunca se superpone a las ideas y deja la primacía al drama del que es fiel colaborador, sin que esto reduzca su labor al carácter de mera música incidental, pero sin que subordine el texto a la expansión musical. El principal mérito de la tarea de los autores es haber logrado una clara unidad. El punto menos feliz es, tal vez, que algunas ideas que funcionan muy bien en el teatro en prosa no lo logran tanto en la ópera por la sencilla razón de la artificiosidad del canto que genera una duración mayor que la de la palabra hablada, por lo que, aquí y allá, la pieza puede ser por demás densa o perder impacto.
En cualquier caso estamos frente a un título que merece perdurar como uno de los puntos más altos de la lírica de finales del siglo XX ya que sus méritos superan ampliamente a los reparos.
Para la historia de Williams, Previn crea una música evocadora de giros que nos acercan al escenario de la acción (Nueva Orleans) sin necesidad de citar o de volverse folk. Música y sólo música académica y de muy buena calidad, por cierto, como base de un recitar constante sólo detenido por los monólogos de la protagonista donde la expansión lírica está muy lejos del aria y por ello mismo no desentona con el clima sonoro general de la pieza.
Para esta producción del Teatro Colón, contamos con la dirección de escena de Rita Cosentino quien supo ser fiel al texto y al sentido del texto, marcando con claridad y habilidad; moviendo a los intérpretes con realismo cuando era menester y creando escenas de belleza plástica singular en algunos momentos específicos, tal vez los más sensibles de la obra. Mantener la acción en la época señalada por Williams resultó otro acierto que no impidió la posible transposición al mundo contemporáneo de muchas de las cuestiones que la obra plantea. Pero esta tarea quedó delegada en la voluntad de análisis del público sin subrayados ni señalamientos innecesarios (¡Al fin!).
Aliada de la directora de escena resultó la estupenda escenografía de Enrique Bordolini estupendamente iluminada por José Luis Fiorruccio; y el interesante vestuario de Gino Bogani; que acentuaron la unidad de la obra.
Gran protagonista de la noche fue Orla Boylan, quien creó una Blanche Dubois memorable.
Servido con una voz rica en matices, que corre con seguridad a lo largo del registro, que no se amilana ni en los fortes ni en los pianísimos; que tiene la carga de dramaticidad precisa y que sabe acoplar a una seguridad escénica de primer orden; Dominó la escena (de la que se ausenta sólo en breves momentos) durante toda la función, haciendo un personaje creíble, sensible, con su pizca de humor y su carga trágica. Su Blanche será difícil de olvidar y el público la recompensó con una cerrada ovación al fin de la velada.
David Adam Moore compuso un efectivo Stanley Kowalski, que supo hacerse odiar por su rusticidad y su machismo elemental. Estampa acorde y actuación comprometida fueron componentes interesantes complementados con un bello registro con clara dicción y buen fiato.
La Stella Kowalski de Sarah Jane McMahon fue un personaje interesantísimo. Bellamente cantado (a pesar de la ausencia de frases líricas «a la italiana» el declamado nunca olvidó su fuerte y esencial contenido musical y esto es aplicable a todos los intérpretes) Supo plantear los dilemas de esta mujer que prefiere no ver y conformarse con la mediocre y cruel realidad.
Eric Fennell fue un Mitch solvente. Mostró su elemental lirismo, su sencilla concepción de las cosas y la dureza de quienes, siendo esencialmente buenos, no pueden -ni quieren- ver más allá de lo aparente. Su bello timbre hubiera requerido un caudal una pizca mayor en algunos pasajes, pero nada de esto disminuye su buen trabajo.
Victoria Livengood compuso una Eunice Hubbell solvente tanto en lo vocal como en lo dramático.
Muy bien Darío Leoncini, Pablo Pollitzer, Alicia Cecotti Eduardo Marcos y Joaquín Tolosa en sus roles que, aunque menores en duración, fueron servidos con el compromiso que merecen.
La dirección del Mtro. David Brophy resultó muy inspirada. Supo poner la música al servicio del drama concertando con pericia y sacando de la Orquesta Estable muchas de sus virtudes. ¡Bravo!
El segundo título de la temporada lírica 2019 del Colón permanecerá sin duda largo tiempo en nuestra memoria.
Prof. Christian Lauria