Una psicóloga llamada Ópera

Una psicóloga llamada Ópera  Por Majo Pérez

Le divan de Henri Mattisse (detalle).
Le divan de Henri Mattisse (detalle).

Tengo dos amigas muy forofas de la lírica, y un poco alocadas, que interpretan lo que les pasa en clave de aria –los hados colmaron sus vidas de acontecimientos–. Digamos que son lo que viene siendo dos drama queens, pero de las cultas y viajadas; no dudan en cruzar media Europa para ver una ópera que les interesa en la tercera ciudad de Hungría. Y es que dicen que tienen una psicóloga llamada Ópera, y su terapia es muy divertida: que hay que entrar en un local de moda donde puede haber un ex, nada mejor que bajar la escalera como interpretando un aria di bravura al más puro estilo Diana Damrau. Que la cosa en la discoteca se pone fea porque el ex va acompañado de un pibón monumental, o bien se pasa a un aria di regina tipo “Ah! mio cor, schernito sei” (si resulta que el pibón, además, es CEO de una exitosa start-up) o bien se entona el “V’adoro, pupille” de Cleopatra (en caso de que el pibón sea solo apariencia y la dignidad esté aún a salvo). Y que la noche se da bien y no faltan moscones aduladores pululando a su alrededor, pues se marcan un “Sempre libera” en toda regla entre risas de complicidad…

A mis amigas les gusta tomarse la vida como si fuera un divertimento lírico, y aunque a alguien esto le pueda parecer un signo de superficialidad, lo que ocurre es que ellas son dos personas muy sensibles que han aprendido a protegerse. Al igual que una obra de arte imita a la realidad para explicarla, mis amigas imitan al arte para comprender mejor sus realidades y hacerlas, de paso, más llevaderas. De este modo, se crea un estimulante juego de espejos y ellas quedan elevadas a la categoría de artistas de la vida. Como afirmaba Freud, «en el ámbito de la ficción, encontramos la pluralidad de vidas que necesitamos. Morimos como el héroe con el que nos hemos identificado, mas al mismo tiempo le sobrevivimos y así estamos preparados para morir de nuevo con otro héroe, permaneciendo de la misma manera sanos y salvos”.

Sin llegar yo al grado de inteligencia histriónica de mis amigas ni ser, quizá, tan forofo de la ópera como ellas, reconozco tener predilección por las obras líricas de mayor introspección psicológica. Las interpretaciones psicoanalíticas de libretos y las conferencias sobre Freud y las heroínas  operísticas están al orden del día, sin embargo, en este artículo yo solo pretendo hablarles de tres títulos que me fascinan porque cambiaron mi manera de interpretar el mundo. El estudio del primero que les presento debería ser obligatorio en todas las escuelas secundarias. Se trata de Iolanta, la última ópera de Tchaikovsky. Basada en un drama poético del danés Henrik Hertz, de mediados del siglo XIX, y con libreto de Modest Tchaikovsky, el hermano del compositor, su estreno fue el 18 de diciembre de 1892 en el Teatro Mariinski de San Petersburgo.

Según la correspondencia que mantuvo con sus amistades y colaboradores, tan pronto la descubrió, Tchaikovsky quedó fascinado por la historia de esta princesa ciega de nacimiento que no es consciente de su discapacidad, pues su padre la mantiene engañada. Con el objetivo de ahorrarle más sufrimientos, este la custodia en una jaula de oro, donde vive rodeada de fragantes jardines y damas de compañía que la divierten con música, baile, rezos y relatos. Pero en un drama romántico no puede faltar el amor, y en el camino de la joven princesa se cruza el conde Vaudémont, quien se enamora de ella y, tras desvelarle los secretos de la luz, y de paso, de su enfermedad, la anima a ponerse en las manos del cirujano Ebn Hakia, enfrentándose a los miedos y a las reticencias paternas. Al final, la cirugía sale bien, y la pareja puede casarse y ser feliz para siempre, quedando la joven emancipada por fin del yugo paterno.

¡Qué metáfora tan potente del paso de la infancia a la madurez! ¡Cuántas Iolantas no hay en el mundo! Si los adolescentes dan más importancia a su círculo de iguales que a su propia familia es porque necesitan buscar ahí fuera. Ya sea de la mano de amigos, de una pareja o de un/a profesor/a que nos proporciona reveladoras lecturas, todos necesitamos, una y otra vez, hacernos conscientes de nuestra ceguera y adentrarnos en lo desconocido a fin de descubrir la vida en toda su complejidad y nuestro verdadero yo. Quizá fuera de la ficción las cosas no se dan con tanta facilidad y el final feliz se resiste, pero sin duda en esta miniatura lírico-psicológica encontramos una gran enseñanza vital, además de un Tchaikovsky inspirado y revelador.

Prueba de que en la vida no todo es coser y cantar, aunque no creo que nadie necesite demasiadas evidencias al respecto, es el siguiente título del que les quiero hablar: El castillo de Barbazul (A Kékszakállú herceg vára), la única ópera que compuso Béla Bartók, con libreto del poeta Béla Balázs (a partir del cuento de Charles Perrault) y estrenada en Budapest en 1918. La trama narra  en un solo acto la llegada de Judith, cuarta esposa del duque Barbazul, al castillo de este, y cómo ella va descubriendo la verdadera personalidad de su marido a medida que consigue abrir siete puertas que permanecen cerradas bajo llave. El final, si nunca han visto la obra, se lo pueden imaginar.

La musicología tradicional ha explicado el libreto de esta ópera en clave alegórica, identificando a Judith con la Eva de la manzana o con la Pandora de la caja, y dando por hecho que encierra una advertencia sobre los peligros inherentes a la curiosidad instintiva de las féminas. Mis amigas y yo pensamos que el tema también podría encerrar una advertencia sobre los maltratadores de mujeres y los feminicidas, aunque esto resultaría menos alegórico. Sea como sea, me limitaré aquí a hacer una lectura más prosaica, pues al fin y al cabo, conocer a alguien en la intimidad es ir abriendo puertas de su verdadera personalidad. Cuando se cierra una puerta (la de la calle), se abren otras. No es baladí que el duque Barbazul, en los primeros compases, repita “la puerta de arriba sigue abierta”, “la puerta de arriba sigue abierta” y más adelante, cuando se ha asegurado de que Judith le sigue, afirme: “cerremos la puerta”.

Empezar a convivir con una persona, sea tu pareja o no, marca un antes y un después en la relación, ya que un día, ¡ay!, se abre una puerta y se ve una bañera llena de pelos; el segundo día, ¡ahhh!, se abre otra puerta y suena una estruendosa flatulencia (o reggaetón); el tercer día, ¡ohhh!, se abre otra puerta y nadie ha lavado aún los cacharros… y así sucesivamente, no quiero ser un pesado. Por fortuna, lo que hay detrás de estas puertas imaginarias no siempre es algo negativo. Aunque haya psicópatas por ahí, descubrir a otra persona es un proceso maravilloso que siempre nos depara sorpresas muy agradables y nos enriquece. Basta con actuar con cierta cautela e inteligencia emocional.

Y repito lo de inteligencia porque a pesar de lo que acabo de escribir, no siempre es fácil conocer de verdad al otro, lo cual enlaza con el tema del último título que voy a comentar: A hand of bridge, con música del estadounidense Samuel Barber y libreto del también compositor italiano Gian Carlo Menotti, y estrenada en Spoleto en 1959 en el marco del Festival dei Due Mondi. Esta ópera es conocida por ser la más breve –apenas dura 10 minutos–de las del repertorio habitual; yo la vi por última vez hace dos años en el festival Little Ópera de Zamora. A hand of bridge pone en escena a dos matrimonios infelices que están jugando una aburrida partida de cartas. En un ejercicio de ironía narrativa, cada personaje, sin dejar de jugar, hace una especie de aparte para cantar una arietta al hilo de sus pensamientos más íntimos, que quedan desvelados para el público y ocultos para el resto de personajes.

A pesar de su corta duración, la trama es demoledora: sin apartar la vista de los naipes, una de las mujeres, Sally, recuerda un sombrero que ha visto en un escaparate (“¡Quiero comprar ese sombrero con plumas de pavo real!”). Su marido, Bill, se pregunta en brazos de qué otro hombre estará su amante esa noche (“¡Si fueras tú, Cymbaline, a quien pudiera llevarme a casa al final del juego!”).  El otro hombre, David, confiesa su frustración al no ser tan rico como su jefe, y de paso, su naturaleza perversa (“Tendría un palacio de alabastro en Palm Beach y veinte chicas y otros tantos chicos desnudos atendiendo mis deseos”). Y su mujer, Geraldine, se lamenta de que la única persona que la ama, su madre, se está muriendo, y se culpabiliza por no haber permitido ese vínculo afectivo (“¡No mueras, madre, no mueras todavía! Déjame ver tus ojos suplicantes una vez más, ahora que por fin, estoy aprendiendo a amarte”).

Piccola ma brava, que diría Menotti… Espero que la próxima vez que ustedes jueguen a las cartas no se sorprendan tarareando un “quiero un sombrero con plumas”. O algo peor… Bromas aparte, lo que me fascina de esta ópera es que en ella quedan diseccionados claramente los conceptos de personaje y persona, y al contrario de lo que sucede la mayoría de las veces, los cantantes interpretan un personaje para con los otros personajes, mientras que, además, hacen de persona para el público durante sus soliloquios. Si bien esta tensión entre persona y personaje se ha podido relajar  en parte durante las últimas décadas gracias a la conquista de libertades y derechos (las plumas del sombrero le permiten a Sally no ver las infidelidades de su marido),  el auge de las redes sociales está haciendo que las personas, sobre todo los jóvenes, sufran estrés porque necesitan parecerse al personaje que han creado en Instagram. Por no hablar de los estragos que el imperio de la imagen (de la careta) está haciendo en el terreno laboral… Hemos pasado del délfico “conócete a ti mismo” al “conoce a tu personaje”, así que yo me voy con mis amigas a ver qué aria me cantan hoy.