El Palau de les Arts puso en escena «La tabernera del puerto» de Pablo Sorozábal una popular zarzuela como segunda de las producciones de la temporada que tuvo bastante dignidad en líneas generales aunque podía presentar algunos peros de los que nos haremos eco en estas líneas.
El montaje y la dirección escénica eran de Mario Gas hijo del célebre bajo Manuel Gas que se convirtió en el intérprete idóneo para Sorozábal del papel de Simpson aunque el estreno lo llevó a cabo Aníbal Vela. La escenografía huía del convencional espacio abierto con vistas al mar para encontrarnos con una plazuela cerrada con casas de piedra como las que podemos descubrir en un poblado marinero como Peñíscola. Supo hacer uso de las proyecciones filmadas para la escena de la barca con galerna y todo, con un efecto muy cinematográfico que fue en verdad sugestivo, si nos olvidamos del precipitado agachado de tiple y tenor que precedió bastante a la desaparición del balandro en el mar. Asimismo concibió muy apática la romanza de Juan de Eguía del tercer acto que con razón se la conoce como «de la locura» por la enajenación histérica, que tiene que representar el personaje que supone haber perdido a su hija por sus malvadas artes. La verdad es que se echó de menos un mayor oficio y entrega en el menester actoral de la mayoría de los miembros del elenco.
El coro, muy numeroso para el repertorio zarzuelero estuvo lleno de matices y muy afinado, así como la orquesta, si nos olvidamos del mutismo del oboe en su intervención como el eco del «oe» del barítono en el terceto del primer acto, que no se oyó, bien porque faltó el batutazo del maestro o porque al instrumentista se le olvidó tocarlo. La batuta de García Calvo, muy esmerada, eso sí, tuvo una modorra sempiterna a lo largo de todo el primer acto y no se le despegaron las sábanas hasta el rítmico danzón de Simpson del segundo acto que fue el punto de inflexión para animar el tempi.
En cuanto a las voces diremos que Marina Monzó, que asumió el papel de la tabernera, posee una hermosa voz de soprano lírica, usada con dulzura y seducción emotiva, fácil en la zona superior, por más que se quedaba muy corta de proyección vocal en el registro medio y grave, hecho que aprovechaba el tenor Antonio Gandía que en esa misma tesitura no le dio cuartel y no digamos en los agudos (zona que tenía muy fácil) en los que la anuló por completo. El cantante crevillentino dijo con propiedad la popularísima romanza del segundo acto, que siempre es de ovación, tanto es así que Sorozábal cuando accedía a audicionar a un tenor siempre decía, «de acuerdo pero que no cante “La tabernera”, porque ahí todos están bien». Rubén Amoretti, el único que de verdad hizo creíble su papel, muy convincente como actor significó un excelente «Despierta negro», lleno de matices (me recordó la versión del inimitable Manual Gas a la que superó por su intencional bien decir) que fue la primera de las romanzas aplaudidas y braveadas por el público. La segunda fue la del tenor. No podemos ser tan pródigos en elogios con el barítono Ángel Ódena que no estuvo convincente como actor, ni siquiera en los párrafos hablados a los que concedió muy poca determinación. Su voz central parece óptima para encarnar el personaje por terciopelo y amplitud, pero andaba corto arriba y eso se notó. No hay que olvidar que la obra fue escrita para un barítono de gran facilidad en los agudos como fue Marcos Redondo. Se descuadró repetidas veces en el «Chibiri» y excluyó el la natural que muchos barítonos emiten al final de la romanza que es la más desagradecida de las cinco que interpretan los protagonistas y que por ello, cuando se puede, lo emiten para ganarse los aplausos de la galería. Asimismo tan poco dio el Lab del final del terceto del primer acto, que pese a no estar escrito, es de obligatorio cumplimiento, algo así como el Si de «La donna e mobile». También le falto ímpetu y énfasis delirante en la romanza final. A destacar el gracejo y el carácter de la pareja formada por Pep Moplina y Vicky Peña en Chinchorro y Antigua y la de Abel y Ripalda a los que vieron vida Ruth González y Ángel con comicidad sincera sin histrionismos excesivos.
Antonio Gascó