Este último título de la temporada tiene un incentivo muy especial: la recuperación de la soprano moyense Davinia Rodríguez como intérprete de Liu, personaje patético y heróico muy amado por Puccini (hasta el punto de dedicarle tres hermosas arias). Si recuerdo a Davinia casi adolescente, cantando un Cimarosa dirigido por Roger Rossel en el Gabinete Literario, y la comparo con de hoy, entiendo la brillante carrera internacional que ha ganado con su adensada voz, extensa y dúctil, su depurado lirismo y sus condiciones dramáticas. Lectura de gran aliento, modulada en crescendo de intensidad, enriquecida con largos y transparentes filados, reguladores exquisitos y una musicalidad de primera clase. Aclamada por el público, besó con emoción el escenario después de ocho años de ausencia de su Isla.
También fue aclamado el “do” agudo del tenor coreano Rudy Park en el resobado Nessun dorma, como si toda su actuación quedase redimida por una nota. Cierto es que ha mejorado notablemente en gestualidad escénica y contención del volumen desde sus dos presencias anteriores, completamente olvidables. Pero sigue siendo un cantante tosco, un color sin refinar y un chorro sonoro nunca apianado en la zona aguda, que ya le cuesta alguna rugosidad por fatiga del aparato fonador. Ojalá que prosiga la mejora –es joven- aclarando la dicción y el color; sobre todo, un caudal demasiado generoso que ganaría en nobleza si afinase el volumen.
La soprano eslovena Rebeka Lokar, con la emisión entre lírica y dramática de su rol extenuante, luce un bello color y una estimable voluntad expresiva. Pero su muy difícil partitura se ve afectada por el excesivo vibrato a todas las alturas e intensidades. No es, evidentemente, una voz “vieja” sino vibrada por naturaleza, que resta calidad al correcto tratamiento épico de la protagonista.
Lírico y expresivo, aunque un poco sordo, el Timur del mexicano Alejandro López. Y bien concertados los tres ministros chinos en la escena del tercer acto, que, si no transcurre con detalles de ingenio en la evocación de Gozzi y la “commedia dell’arte” puede resultar larguísima, incluso atroz. Manuel Esteve, Moisés Marín y Yauci Yanes están muy correctos, pero los inocentes “ingenios”de esta versión ayudan poco.
El maestro José Miguel Pérez Sierra hace desde el foso un trabajo concertador muy valioso, además de sinfónicamente brillante como corresponde al original, pero sería mucho mejor con una previa estimación de la acústica de la sala, que convierte el sonido en ruido si no hay control de los fff. A mayor abundamiento, los trémolos salvajes del gong instalado en un proscenio, como si el foso no bastase, resultan ensordecedores. La Orquesta Filarmónica de Gan Canaria sabe hacer un sonido mucho más musical en los grandes tutti. La profusa y potente escritura coral de la obra proyecta a través de Olga Santana y sus cantores una estética no menos ruidosa en los grandes momentos. Cuando apianan, son mucho mejores. El Coro Infantil de la OFGC, a las órdenes de Marcela Garrón, encantador como siempre.
La escenografía (alquilada) es muy sumaria, sin los brillores y barroquismos seudochinos de las producciones de lujo. Y la dirección escénica de Sarah Schinase se limita a la perspectiva frontal, con los coros casi siempre en “uve”. Pero es simpática la presencia de Puccini, y muy informativa su salida de escena cuando concluye la parte de la obra que logró concluir antes de la demencia. Desde Principessa de morte, el bajonazo de Alfano se hace sentir cada vez más. Lástima que no hayan optado por el final de Berio, encargado por el Festival de Canarias y estrenado en el Auditorio antes de pasear por los grandes escenarios del mundo. Además de su categoría, es “muy nuestro”.
G.García-Alcalde