El director de orquesta ruso Valery Gergiev se presentó la semana pasada en Nueva York en un concierto junto a la Filarmónica de Múnich que incluía el Concierto para Piano Núm. 1 de Tchaikovsky y la Séptima Sinfonía de Bruckner. El resultado, no por esperado menos relevante, demostró el altísimo nivel de los intérpretes y sumó un éxito más al ciclo de grandes orquestas con el que el Carnegie Hall está cerrando su año musical.
El pasado viernes por la tarde en Nueva York, un otoño sin prisas regalaba una tarde que invitaba al paseo. Activistas ucranianos protestaban a las puertas del Carnegie Hall contra Valery Gergiev, afeándole su cercanía con Vladimir Putin y la oficialidad rusa. Pero la tarde no iba de política sino de música, y aunque algunos espectadores mostraban simpatía por los manifestantes, ninguno renunciaba al concierto de Gergiev, como estos sugerían.
Y es que el programa propuesto por la Filarmónica de Múnich era tan atractivo como heterogéneo. El célebre Concierto para Piano Núm. 1 de Tchaikovsky, con su espectacularidad y amabilidad melódica siempre concita el interés suficiente para llenar cualquier sala de conciertos. La Séptima de Bruckner, por su parte, tenía el incentivo de presenciar en directo el fruto del arduo trabajo de Gergiev con la orquesta bávara, que culminó este mismo año con la integral de las sinfonías de Bruckner, grabadas en el mausoleo del compositor en la basílica del Monasterio de San Florián en Austria. Sin embargo, entre ambas no hay gran ligazón estética; pese a que, entre el estreno de una y otra, pasaron apenas 9 años.
El pianista uzbeco Behzod Abduraimov fue el solista en la primera parte del programa. Comenzó el primer movimiento con un irregular tránsito de lo dramático a lo lírico, siempre con una pastosidad sonora que apuntaba quizás cierto abuso del pedal. Se hubiera agradecido algo más de limpieza en el piano de Abduraimov pues, al lado de la Filarmónica de Múnich, su instrumento sonaba intrusivo, casi brusco. No es que el solista estuviera ayuno de expresividad y discurso, sino que la voz del piano tardó en verse integrada en el todo orquestal. Junto a él, Gergiev llevó a la orquesta con mano de seda, en un pañuelo: con unas trompas sensacionales y las secciones de cuerda infalibles, respondiendo solícitas a los pellizcos sutiles de Gergiev.
En el segundo movimiento, con la orquesta aún en plenitud, Abduraimov sonó más atemperado y musical. Parecía haber renunciado a luchar contracorriente, y se dejaba llevar por el río orquestal. Llegaron entonces las mejores mieles del teclado, y el concierto tomó cierto vuelo camino del tercer movimiento. Es ahí donde la orquesta regaló varios tutti que fueron una maravilla de afinación y ataque preciso. El pianista escuchaba atento y respondía con arte, en fértil diálogo. Gergiev expandía el sonido orquestal para dejar el terreno abonado para el solo de Abduraimov y el gran final, que apareció colosal y ensoñador a un tiempo. Por si quedara alguna duda, Abduraimov bisó para demostrar que, pese a su juventud, no se esconde tras el instrumento y ha sabido encontrar una voz propia.
Los espectadores del Carnegie Hall sabían que la verdadera prueba para la orquesta llegaría tras el descanso. El resultado no decepcionó.
Valery Gergiev se lanzó desde el comienzo de la Séptima de Bruckner a la exploración sonora, más allá de los tempi. El ruso espesaba la línea hasta crear una atmósfera saturada de acentos, capaz de desasosegar y fascinar a partes iguales. Estábamos ante el Bruckner más puro, en el que las capas orquestales se disponen en regular mosaico, sin difuminarse ni contaminar unas a otras. A ese orden se unía el detalle en el gesto del director: fijando alfileres invisibles con su mano derecha, de los que los músicos colgaban frases tersas y redondas; mientras que con la izquierda corregía, subrayaba, censuraba.
En el segundo movimiento, adagio, con el acento perfecto y una dosis justa de almíbar, la orquesta recitaba los embrujos de Bruckner. Gergiev optó por abandonarse a la melodía, sin perder orden ni limpieza en la línea orquestal; si bien esta aparecía desnuda, corita de adorno, como desolada ante la belleza de la partitura.
En el tercer movimiento, Gergiev parecía elevado en el altar montuno de los mejores directores. El maestro pedía, y los músicos acudían al reclamo. El sonido parecía ensancharse sin límite. No había efectismos; todo era causalidad, mimbre fino, irresistible pulsión melódica. El finale, acaso como corolario alucinado, sonó delicadísimo, con elegancia germana y pasión eslava. Los vientos no perdían su aire de danza y las cuerdas volaban siguiendo el gesto preciso de Gergiev; y, entrambos pusieron el sello de la monumentalidad bruckneriana.
La Filarmónica de Múnich, con Valery Gergiev al frente, supo pues aprovechar su innegable dominio de la partitura, que recogen, trituran y sintetizan en una presentación brillante que será recordada en Nueva York largo tiempo.
Carlos J Lopez