Valoración de la gestión Teatro Real en los años de Gerard Mortier (Primera parte)

Valoración de la gestión Teatro Real en los años de Gerard Mortier (Primera parte)
Presentación de la primera temporada de Gerard Mortier en el Teatro Real. Foto: Javier del Real

Valoración de la gestión y dirección artística del Teatro Real en los años de Gerard Mortier: luces y sombras.

La ópera y sus elevados costes

El volumen de negocios de la ópera no es tan abrumador como el del fútbol. Ni es tan nocivo para la vida de las ciudades (la especulación del suelo, consentida por los poderes públicos, hace que los fastos futbolísticos los acabe pagando la ciudad: Le mani sulla città, se titulaba una vieja película de Franco Rossi, que retrataba corrupciones urbanísticas que hoy nos parecerían moderadas comparadas con las la Italia y la España de hoy). Pero la ópera es carísima, aunque no sea nociva, como lo son el fútbol y la especulación inmobiliaria, hermanos de sangre. Piensen ustedes que el coste de las voces, el foso y la batuta es tan elevado que los decorados, figurines y los numerosos extras que a veces se contratan no suponen cantidades que desequilibren el presupuesto. Entre paréntesis: hay una puja por las mejores voces desde los teatros importantes. Oferta y demanda, sí. Pero una oferta libre de dejarse querer a través de agentes hábiles o gestores que “los llevan consigo”, frente a una demanda que dispara con pólvora del rey y no exige rentabilidad, ni siquiera rentabilidad cultural: o presupuesto público o patrocinio privado; lo normal, es que sea mixto, con una pequeña parte recuperada con la venta de localidades. Durante años, el gestor de turno, nombrado por el político local, autonómico, nacional, se colgaba frente a su jefe la medalla de traer tal o cual divo. El jefe se la colgaba ante los medios, pues para eso era la cultura, para vendérsela a los medios. ¿Para qué, si no?

En paralelo, en el Teatro Real, parece que el patrocinio privado ha experimentado un incremento con Marañón y su equipo. En lo artístico, está ahora Joan Matabosch, que colocó al Liceu de Barcelona al nivel de los grandes teatros del mundo, tras el incendio de 1994 y el parón del teatro de las Ramblas hasta su reapertura en el otoño de 1999.

La llegada de Mortier

Tampoco la labor de los gestores es equiparable por la disponibilidad de presupuesto y por el trabajo a desarrollar en el mercado de voces y directores musicales y escénicos. Gérard Mortier era un ejemplo muy especial de gestor. Era el gestor consagrado en lo internacional, que había llevado a cabo la renovación de los repertorios, y que tenía detrás un equipo de colaboradores que arrastraba consigo para bien y para mal: directores de orquesta como Cambreling o Currentzis; directores de escena como Wilson, Sellars o Warlikowski; incluso algún compositor, como Philipp Boesmans. Y, desde luego, un plantel de voces. Atención: fue Mortier el descubridor de La Fura del Baus en el ámbito internacional y operístico.

Otra característica de el Teatro Real en los años de Gerard Mortier del producto allí donde llegaba. No era sólo lo que había que pagarle a él. Era lo que costaba todo aquello que llevaba consigo, y que no se limitaba a nombres importantes como los mencionados, y que se extendía a gastos suntuarios con cargo a los presupuestos de un teatro que, al mismo tiempo, practicaba una amplia práctica de despidos de personal y envilecía sus publicaciones, antes ejemplares.

En frente, tenemos otro tipo de gestor artístico, que era el que había hasta el inopinado y para muchos inoportuno nombramiento de Mortier. Mortier tenía grandes cualidades, sin duda, pero no era lo más adecuado en aquel momento para el Teatro Real, teatro reciente que se estaba haciendo un nombre y buscaba su público, nada consolidado hasta entonces. En el Teatro Real funcionaba un tándem bastante adecuado, con un considerable grado de perfección para la ciudad, su tradición operística (escasa) y la renovación del repertorio, que había dejado atrás la insistencia en los títulos de siempre y la incuria de las puestas en escena. Ese tándem estaba formado por el director de orquesta Jesús López Cobos, que cuidaba el conjunto de la Sinfónica de Madrid, titular del Real, de manera muy atenta y especial, contra lo que se ha pretendido por parte de voces más apresuradas que prudentes; y por Antonio Moral, el director artístico que realmente cambió por completo el repertorio y el escenario del Real (entre otras cosas: completó con tres títulos el ciclo Janácek, de manera que desde su apertura en el otoño de 1997 el Real ha programado seis óperas del compositor checo, uno de los tres o cuatro operistas más importantes del siglo XX; en el Real se han visto los cinco títulos punteros de Janácek y uno más, Destino).

Había una dirección general que no se inmiscuía en los asuntos artísticos. La llegada de un nuevo presidente del patronato, Gregorio Marañón, que empezó a ejercer su cargo con más atribuciones que las que correspondieron a sus antecesores, en colaboración con otro miembro (también político) del patronato, el director general del INAEM, Juan Carlos Marset (ambos, miembros de la permanente), terminó con la política equilibrada del tándem al entrar en decisiones puramente artísticas y musicales.

Y, en pleno inicio de la crisis económica, se trajo a Madrid al más renombrado y costoso gestor artístico de ópera del mundo. Qué menos, si es el nuestro un país puntero, rico y culto. Estábamos en el otoño de 2008 cuando se produjo el nombramiento de Mortier para la temporada siguiente. Apenas diez años antes un cambio de administración había llevado al fracaso la operación de Stéphane Lissner, destituido antes de la reapertura misma del Teatro Real. Y no ignoremos que la categoría de Lissner es equiparable a la de Mortier.

Pero si el nombramiento de Mortier fue inoportuno, la destitución justo cuando se sabía que estaba enfermo de cáncer es algo peor que inoportuna. No es calificable. Es cierto que pretendía “reinar después de morir”, esto es, dejar un sucesor. Era “el proyecto”, al fin y al cabo. Y ese proyecto se truncó. Se llegó a un acuerdo con Mortier para no tener que pagarle la fortuna que hubiera sido necesaria de haberse procedido a un despido. Se le nombró consejero del teatro, con retribuciones superiores a las del nuevo director artístico, en espera del desenlace fatal.. cuando fui a ver el Alceste al Real ondeaba la bandera a media asta, se habían desplegado grandes fotografías de Mortier, el director general del teatro (nombrado en 2012) habló al público de las virtudes del fallecido y del dolor que sentía la gente de la casa, se guardó un minuto de silencio… y al cabo de unos días se le concedió no sé qué medalla de oro a título póstumo.

Apedrear al reaccionario siempre es útil

¿Y la gestión? Bueno, muchos periodistas acuden a lugares comunes como el siguiente: “su gestión levanta polémica allí donde va”. La palabra polémica gusta mucho en el periodismo; el concepto es otra cosa, tal vez excesivo para los medios. Muy a menudo no hay polémica, pero el periodista usa de la palabra. En este caso había dos opiniones contrarias que no polemizaban, que se ignoraban. Las críticas acerbas recibidas en su etapa en la Opera de París, por poner un ejemplo, eran compatibles con el reconocimiento de su gestión. Aquí ocurrió eso. No hubo lucha de mortenianos contra antimorterianos. Es más, yo diría que no hubo antimorterianos, pero el interesado no aceptaba ni la crítica ni las reservas, y los inventó, o los necesitaba; y algún medio de comunicación le puso a su servicio un periodista de cámara para que descalificara como reaccionario o espectador rutinario (lindezas por el estilo) al que se opusiera a ciertos espectáculos programados con más audacia que acierto. Se ve que no es sólo un vicio español, como creía Ortega, eso de inventarse un maniqueo para a continuación refutarlo. Sí, es lamentable decirlo, pero el gran renovador de los escenarios, que llegó aquí un poco de rebote, tenía como una de sus características la soberbia. Hasta el punto de impedir en el teatro conferencias sobre ópera que no fueran las suyas propias, con su pequeño grupo de fieles. Siempre grupos, siempre cerrados. En todo, incluso en la pequeña tarta de las conferencias para aficionados.

Decía Milan Kundera, a propósito de su paisano Janácek, que el público operístico es el más conservador del mundo. Es muy cierto, si excluimos unos cuantos sectores que ahora se me ocurren y que no es cuestión de detallar aquí. Pero ese público conservador ha mantenido la ópera, todo lo convencional que quieran, durante años de desapego por parte del público más avanzado. Es un público que, conservador o no, tiene un nivel medio importante en conocimiento de la ópera misma. Y no es posible reducir ese público al conservador, porque éste convive y se codea con el público operístico más inquieto, que a su vez se divide en al menos dos grandes grupos: los que distinguen entre la propuesta auténtica y la auténtica estafa, por una parte; y, por otra, los esnobs. Ahora bien, en cualquier actividad artística: ¿qué haríamos sin los conservadores y sin los snobs? En ópera, sencillamente, serían imposibles un Mortier, un Lissner o un Antonio Moral.

Santiago Martín Bermúdez