
Segunda parte de la valoración de Santiago Martín Bermúdez de la gestión del Teatro Real en los años de Gerard Mortier. Click aquí para leer la primera parte
El mejor Mortier
Ahora bien, en la etapa Mortier hemos visto algunos de los mejores montajes operísticos de nuestra vida. Empezando por ese que anunció su etapa, y que fue su presentación, el Evgeni Onegin de Cherniákov, uno de esos montajes geniales que desentrañan una pieza de repertorio que creíamos conocer de sobra. Le hice una reseña elogiosa y en detalle en Concertonet.com, página franco-británico-americana. El curioso lector puede rastrear en esa página las reseñas que hice hasta ayer mismo de todos y cada uno de los espectáculos de la etapa Mortier (y anteriores) para evitarme repetir conceptos ya bastante detallados allí, y que aquí serían excesivos (los textos están en francés).
Algunas de esas novedades tuvieron más de fuego de artificio que de auténtica renovación. Por ejemplo, The perfect american, ópera de Philipp Glass, es un pequeño timo. Otras veces, el timo era total, como en el espectáculo sobre la señora Abramovic, la banalidad considerada como una de las bellas artes. El espectáculo prodigaba el falso atrevimiento y mereció un premio en Alemania. Alemania es un país que exporta al menos dos supersticiones. Una es económica, y ya sabemos sus efectos. La otra es artística, y en especial teatral. Ambas obedecen a remordimientos históricos que no deberían afectarnos, pero que nos afectan. No se me malinterprete: Alemania ejerce una hegemonía a su pesar; alguien tiene que hacerlo, ya que todavía no hay autoridad federal europea democrática. Pero la buena acogida de la falsa modernidad es característica en ese país, hoy en día.
La gran prueba de la etapa Mortier vino con la temporada 2011-2012, que empezaba con puestas en escena formidables de obras nada convencionales: Lady Macbeth de Msensk (Shostakóvich), Elektra (R. Strauss), Pelléas et Mélisande (Debussy) o el espléndido doblete Iolanta-Perséfone (Chaikovski-Stravinski) de Sellars, y que se convertía, de repente y tras una Clemenza de la que hablamos más adelante, en una secuencia aquejada de festivalitis. El término festivalitis aplicado a Mortier como reproche se lo debo a alguien que defendió siempre la gestión de Mortier, aunque no de manera incondicional. Podríamos definir la festivalitis como una inflamación del hígado artístico debido acaso a la ingestión de alimentos estéticos de atractiva apariencia, pero en mal estado. La segunda parte de aquella temporada incluía novedades dudosas o de un nivel insuficiente, uno de los ellos lo de la señora Abramovic (me regocijo aún en los denuestos empleados por el joven periodista de cámara contra los que no degustaban tan exquisito producto). Adviértase que Robert Wilson estaba presente en un magistral Pelléas et Mélisande y en esta estafa poliédrica (¿o polisémica?).
Se ha dicho que una virtud de Mortier ha sido la de colocar el Teatro Real en el mapa de los aficionados del mundo. Yo mismo respondí a unas preguntas de la Radio Francesa sobre la etapa Mortier en el Real, algo que antes no habría hecho esa emisora. Bien, se habló del Real en Radio France, qué maravilla, ¿no? Lo cierto es que eso ya lo había empezado el equipo anterior, aunque es verdad que Mortier vendía ampliamente el producto en el exterior. Así, las peticiones exteriores, no sólo periodísticas, se dispararon con montajes como dos de 2013: el abundante en adversarios Don Giovanni de Cherniákov (interesantísimo y fallido; ya conocido antes, por su estreno en el Festival de Aix-en-Provence) o el Così fan tutte de Haneke, auténtico hit de la época de Mortier, y uno de los montajes escénicos más hermosos y sólidos que se puedan ver en un teatro; felizmente, ya está en formato DVD. En cualquier caso, el fenómeno de programar para público a “atraer de fuera de la ciudad o el país” es universal; los públicos de las ciudades no cuentan tanto como la aparición como noticia en los medios exteriores.
Algunas de las apuestas más fuertes de Mortier han sido de obras o montajes que él ha mimado en otros teatros. San Francisco de Asís, de Messiaen, es una obra maravillosa, con su confesionalidad y todo; y mereció un montaje cuya espectacularidad escenográfica contrastaba con el mensaje del poverello (junio-julio de 2011, en Madrid Arena, no en el Real). Pero ha sido de lo más bello que hemos visto nunca, y era el estreno español escénico de esta obra (Kent Nagano la había traído todavía en vida de Messiaen, en versión de concierto; al Real, cuando era sala sinfónica, y en aquellos tiempos del Festival de otoño y sus derroches, a veces de gran interés). Hay que reconocer que la propia obra ya tiene, junto a un reparto escaso pero exigente en algunos cometidos, una sobreabundancia poco “franciscana”: la enorme orquesta, con su lujuria de timbres, por ejemplo.
Un montaje querido por Mortier era el de La clemenza di Tito a cargo de Ursel y Karl-Ernst Herrmann (febrero de 2012). Justificado interés por la altura de la puesta en escena, el despojamiento escénico y de la dirección de actores. Y por el relativo menosprecio hacia esta ópera de Mozart, la última junto con La flauta mágica. Clemenza es una de las siete de su periodo de madurez, la menos considerada de todas, muy por debajo de la trilogía de Da Ponte (Le nozze di Figaro, Don Giovanni, Così fan tutte).
En París se cuenta la actitud de Mortier contraria al antiguo y siempre hermoso montaje de Strehler de Le nozze di Fígaro. Y cómo consiguió desterrar de sus teatros aquel clásico. Vaya lo uno por lo otro. El caso es que en París les faltó tiempo para reponer esas Bodas una vez que Mortier se instaló en Madrid. Atención: si hay algo que envejece con rapidez es una puesta en escena operística. Hoy vemos puestas de hace dos décadas, o menos, y nos parece mentira, qué vergüenza. Pero la puesta de Strehler sigue vigente, y el año pasado se publicó un DVD con una reposición parisiense de estas Bodas de Strehler, toma de noviembre de 2010. Y pudimos ver otra revisión de esta puesta en el Festival Mozart de La Coruña en 2008. Hay otras tomas audiovisuales de esta puesta inolvidable.
L’incoronazione di Poppea, atribuida a Monteverdi en su totalidad (hoy no estamos tan seguros de ello) había sido la tercera puesta en escena de las tres hermosas óperas de Monteverdi de la época del equipo anterior (L’Orfeo e Il ritorno di Ulisse in patria fueron anteriores), con dirección de William Christie y dirección teatral de Pier Luigi Pizzi. No por eso dejó Mortier de encargar uno de los montajes más polémicos (ahora, sí) y más interesantes de su mandato, Poppea e Nerone (junio de 2012), con la música de Monteverdi en una versión de Boesmans y una puesta en escena interesantísima de Warlikowski, que convertía al entorno de Poppea en una auténtica generación maldita en su lucha por el poder. Hay que reconocer que el cinismo del original da para mucho, pero es cierto que Warlikowski supo llevarlo más allá. Hubiéramos querido ver alguna ópera propia de Boesmans, como Reigen (La ronda, basada, claro está, en la pieza de Schnitzler) o Julie (en La señorita Julia, de Strindberg), pero las virtudes musicales de Boesmans se multiplicaron por la excelencia del planteamiento teatral de Warlikowski. Director de escena que no convenció con su reciente Alceste, al sacar a colación a Lady Di (“fallecida en accidente de trabajo”, según escribió el periodista Juan Cueto) en comparación con la sufrida reina esposa de Admeto: ¿es ignorancia, es audacia, o es que algunos directores no dan de sí más que ante la pequeña mitología pop?
Uno de los últimos logros de la etapa Mortier fue Brokeback Mountain, de Wuorinen. No hubo polémica, por cierto. Hubo adhesiones y hubo indiferencias, pero no polémica. Fue una ópera bienvenida. La ópera estadounidense es una de nuestras lagunas (no hablemos de nuestra propia ópera, la española, que es otra cuestión), y lo es la contemporánea en general (conocemos algo de Henze en Madrid y Barcelona, pero Henze ya era un clásico en vida antes de morir el año pasado): nada del alemán Aribert Reimann, por ejemplo, entre cuyas óperas hay una que se titula Bernard Albas Haus (2000); nada de Carslile Floyd (su Susannah pudimos verla en el Euskalduna de Bilbao en octubre de 2010). Por poner sólo dos nombres.
No habría que olvidar los conciertos programados, en especial algunas óperas en este formato no escénico, con repartos y batutas que no olvidaremos: dos Wagner, el juvenil Rienzi y el postrero Parsifal; Los pescadores de perlas, de Bizet (con el muy querido Juan Diego Flórez); Roberto Devereux, de Donizetti (con Gruberova en mediana forma); y un título nada convencional, Moisés y Arón, de Schoenberg, una obra maestra dodecafónica, israelita, con muchas aristas sonoras, que nunca será popular por mucho tiempo que pase, y que el público acogió con respeto y hasta con calor. Fue uno de los momentos culminantes de la batuta de Cambreling en estos años, junto con el San Francisco de Messiaen, por elegir sólo dos ocasiones privilegiadas en un director que ha trabajado mucho en este teatro, que no ha sido muy apreciado por el público y que es un excelente profesional.

Nadie me quiere
Oyendo las quejas de Mortier uno recordaba el título de aquella narración de Elsa Triolet: Personne ne m’aime. ¿Ni siquiera Louis Aragon?, habría que haberle preguntado. Sólo que Mortier parecía decir: tout le monde me deteste. Y no era eso, caramba, ni mucho menos.
En general, la gestión de Mortier fue aceptada por el público del Real, contra lo que pueda decirse. Otra cosa es el público de los estrenos, que paga localidades al doble de los demás días, y que es –digamos- de otra índole. Reprochar a Mortier la escasez o ausencia de nombres españoles no es chauvinismo ni provincianismo. Eso se ha hecho contra el Centro Dramático Nacional, que parecía dedicado a mayor gloria de los directores que pasaban por su trono o por la casa, con Chéjov, Shakespeare, apenas ningún autor español. Alguien tiene que defender lo que hacemos; luchar contra Wagner y Verdi con las armas de un contemporáneo es difícil. Verse minimizado como cantante en tu propio país, que tiene muy buena cantera, es de locos.
Abuchear algún montaje es algo que se hace en todas partes, no siempre por reacción conservadora o por añoranza de pathos pucciniano, no confundamos las cosas ni demos pie a la mentira. Ciertos montajes atrevidos son un desafío a la mente del espectador, y son bienvenidos. Otros demuestran otra cosa: que el director de escena está por debajo de la obra que levanta, y que ha tirado por la calle de en medio, a menudo con referencias al cine de género o a “la actualidad”. Los dramaturgos sabemos que la actualidad es peligrosa o mala consejera como material dramático. La actualidad es siempre ajena a la verdad y a la realidad. En especial si es actualidad surgida de los medios de comunicación. Y si no surge de ahí, ¿de dónde surge? En cuanto a la inspiración en el cine, ¡ay!: repárese en los directores de escena que se ponen en evidencia, porque se advierte que les hubiera gustado dirigir El padrino, Mad Max o Stalker, de Tarkovski, a veces sazonado todo con salacidad, más que con erotismo. Esto no lo decimos por los montajes del Real, sino por los de esos mundos, y que a veces llegan a nuestros teatros o incluso surgen de ellos.
El mejor Mortier: despedida
Los años de Mortier en el Real han sido bastante más que esto que hemos explicado aquí. Pero creo que damos unas cuantas claves. Termino este escrito y me vienen a la memoria otros montajes importantes (como Mahagonny, de Brecht y Weill, por La Fura dels Baus y la batuta del joven y excelente Pablo Heras-Casado; o La conquista de México, de Wolfgang Rihm, en montaje de Pierre Audi y dirección musical espléndida del argentino Alejo Pérez), mas también otros experimentos fallidos. En fin, todo tiene un límite.
The waste Land, de Elliott, comienza con los conocidos versos “April is the cruelest month”. Estos días de febrero y marzo en que escribimos estas líneas lo han sido en exceso, desde Mortier a Adolfo Suárez, pasando por Paco de Lucía, las tragedias de Ucrania y Venezuela y otras desdichas. Descansen en paz los que se fueron y ahora merecen elogios, tras algún vilipendio en el caso de Mortier, y muchos para quien fue presidente del gobierno. Cioran señalaba que odiamos a nuestros contemporáneos: “qué alivio ante sus tumbas”, remachaba. Más que odiarlos, a menudo los desconocemos. Por ejemplo: Mortier no fue sólo un gestor renovador, un alma de artista; fue también un humanista, de amplia cultura. Una cultura adquirida, no heredada por familia, por status adscrito, como dicen los sociólogos. Una cultura que pretendía comunicar y dar a todos a través de lo que él llamo su pasión. No siempre lo consiguió. No siempre se acompañó de los más adecuados para ello.
Santiago Martín Bermúdez