
Tras La revoltosa y El bateo, La Corrala del Reina Victoria se ha engalanado para subir a escena durante las dos primeras semanas de agosto la zarzuela madrileña por antonomasia, La verbena de la Paloma de Tomás Bretón. Tercer título que emprende la Compañía Lírica Ibérica dirigida con constancia y dedicación por Estrella Blanco y José Luis Gago en las tablas del Teatro Reina Victoria para amenizar las tardes estivales y devolver a la capital el anhelado espíritu de zarzuela de las décadas anteriores.
Precisamente ese ha sido el punto de partida en esta ocasión, pues en el muy loable propósito de la Compañía por acercar y/o contextualizar el género lírico español al espectador de hoy, opta por presentar un prólogo donde se reivindica la presencia veraniega de zarzuela en Madrid. Con la preceptiva crítica al Ayuntamiento de la capital que nosotros ya pusimos de manifiesto aquí, se mencionan los pretéritos Veranos de la Villa en los que se podía disfrutar de zarzuela con asiduidad y sin prejuicios hacia el género. La amena conversación entre un nostálgico vecino, amante incondicional de la lírica española (David Sentinella), y dos jóvenes compara la presente situación del otrora castizo barrio de Lavapiés el contraste con el pasado glorioso de las grandes zarzuelas de género chico ambientadas allí, llegándose a establecer cierta radiografía social que no evita hablar de la precariedad actual de la mencionada zona periférica de Madrid. Se echa en falta la alusión a la zarzuela El barberillo de Lavapiés, pero en cierto momento el vecino se dirige a los un tanto escépticos jóvenes citando al críptico Espasa de La del manojo de rosas para hacerles chanza y a la vez mostrarles la riqueza del género. Finalmente, el debate provoca la idea de revivir la zarzuela uniendo experiencia y veteranía con juventud e ilusión. Así, una cuadrilla de jóvenes se une para cantar el dinámico coro “Señor alcalde, señor alcalde” de la opereta El rey que rabió de Ruperto Chapí, que se convierte en una muestra reivindicativa del compromiso de los jóvenes hacia la zarzuela.
Se pueden hacer muchas cosas para acompañar La verbena de la Paloma. Desde explicar el hecho real en el que se basa el libreto de Ricardo de la Vega, el desamor que sufre un cajista de imprenta por culpa de los achares de su novia con un viejo boticario, historia narrada en primera persona al escritor por el protagonista, o mostrar el Madrid de finales del siglo XIX en el que se ambienta esta zarzuela de género chico. Cualquier opción bien hecha hubiera sido válida, porque aporta valor añadido a una obra de una hora escasa de duración que ciertamente se hace corta cuando se ve representada en solitario. Por ello, suele ser muy habitual hoy en día que las compañías de zarzuela incluyan algún añadido que complemente la representación de la obra, como viene haciendo la Compañía Lírica Ibérica con todos los títulos que propone en este proyecto de La Corrala del Reina victoria. Y acierta por tanto de nuevo a la hora de dignificar y poner de relieve las innumerables virtudes del género.
En el reparto de esta Verbena, el actor-cantante Rafa Casette vuelve a realizar otra de sus caracterizaciones más afortunadas. Tras Candelas y Antonio Machado hace triplete con un Don Hilarión que, sin dejar de ser muy personal, se inscribe en los códigos más canónicos y ortodoxos de esta obra, pues su boticario derrocha hilaridad y el punto de histrión que el personaje pide, consiguiendo producir la tan codiciada simpatía que le lleva a conectar con el espectador. Bastante original se aprecia la idea de variar la iluminación a la manera de music hall y hacerle acompañar de varias integrantes del coro durante sus chispeantes coplas. Y es que ante la imposibilidad de cambios de decorado por las características y aportaciones limitadas del Teatro Reina Victoria, el montaje juega con la luz a la hora de ambientar cada escena, lo que aporta variedad al desarrollo de la trama.
El Julián es, como el Felipe de La revoltosa, un personaje que han interpretado indistintamente tanto tenores como barítonos, y es en esta ocasión la cuerda tenoril de Víctor Trueba la que defiende un papel que, pese a sus arrebatos de melancolía, tiene que tener empuje y determinación. Ambos demuestra el cantante, que por medio de una voz de tintes ligeros logra componer un retrato entregado, sincero y convincente del desafortunado cajista. Tiene su perfecto complemento en la Señá Rita de Guadalupe Sánchez, todo un valor seguro en estas lides, pues la soprano da una lección de auténtica veteranía teatral dotando de gran personalidad a su personaje y apoyándose en una voz que se mantiene firme y segura. La soprano Elvira Padrino da vida a una Susana de gran solvencia vocal y Yerim Jung es una digna Casta de inusual corte asiático. Terrible, exagerada hasta los topes, como demanda el canon, la Tía Antonia de Beatriz Urbina; muy correcto en su bonhomía Alejandro Rull como Don Sebastián (que colabora además en esta puesta en escena junto al director de escena José Luis Gago), y muy castizo el Tabernero de Rafa Álvarez de Luna, cuya comicidad consigue provocar la carcajada esperada. Mención especial para la cantaora Soledad de Mónica Redondo, magníficamente cantada por medio de una voz de gran volumen y muy atenta a las inflexiones del cante flamenco.
En este lustroso número (“En Chiclana me crié”) es fundamental la labor desde el piano portátil de Fran Fernández Benito, liderando de nuevo a los miembros de la Orquesta Camerata Villa de Madrid, que desde su limitación de efectivos no sólo acompañan con propiedad a los cantantes, sino que insertan interludios instrumentales con las melodías de los números vocales previamente escuchados, además de obsequiar al respetable con sus dotes como improvisadores al comienzo de la función. El trabajo de concertación se hace especialmente difícil en una obra con varios números de conjunto y con tanta diversidad de planos sonoros, pero por lo general se logra un equilibrio entre instrumentos y voces. Por otro lado, de nuevo se muestra sobresaliente la labor de los integrantes del coro de la compañía, que consiguen aprovechar con elegancia y esmero el reducido espacio en los números de baile.
Para concluir, queremos destacar un pequeño detalle que parece se está extinguiendo cada vez que sube a escena la zarzuela más popular de la historia. Los papeles episódicos del Sereno y los dos Guardias urbanos están concebidos con unos códigos interpretativos muy concretos. Todos provienen de Galicia, y el acento de la tierra de origen de estos personajes, emigrantes en el Madrid de la época, se hace obligado en sus breves intervenciones para producir el efecto deseado en el espectador. Últimamente, como decimos, esos “dejes” o acentos en el habla tienden a suprimirse con el objeto quizá de desterrar el estereotipo lingüístico, algo que no entendemos muy bien pues es la misma esencia original de estos tipos, muestras inequívocas del costumbrismo social del momento. Al margen de detalles secundarios y limitaciones técnicas o escénicas, esta Verbena se inscribe en el adecuado camino de la preservación de las raíces de la zarzuela, con la participación activa de jóvenes comprometidos. Una senda muy alejada, afortunadamente, de los aires de enfermiza renovación que desde instituciones públicas, y puesto en práctica igualmente por las nuevas generaciones, han llegado a institucionalizar en el teatro que vio nacer el género.
Germán García Tomás