“¡Que cambie todo a fondo! ¡Que de las raíces de la humanidad surja un nuevo mundo! ¡Que una nueva deidad reine sobre los hombres, que un nuevo futuro se abra ante ellos!”
Friedrich Hölderlin
El año 1813 fue decisivo para el desarrollo de la historia de Europa y también para su historia teatral y musical. Dos compositores de una talla mítica en la historia de la ópera nacían, uno en Alemania en mayo y el otro en Italia en octubre, coincidiendo con el ocaso de quien con esplendor hegemónico que había dominado Europa entera en las décadas anteriores, Napoleón Bonaparte. Su derrota en la Batalla de las Naciones, cerca de Leipzig, el 16 de octubre de 1813, seis días después del nacimiento de Giuseppe Verdi, fue el inicio del fin y el crepúsculo de su imperio, ya que a continuación, tras los breves Cien Días de gobierno restaurado, finalizaría definitivamente su poder con la derrota en Waterloo, el 18 de Junio de 1815.
El final del imperio napoleónico y el destierro del ogro de Ajaccio en Elba acababan con un sueño megalómano, con una Europa unida y subyugada a su voluntad, y al mismo tiempo con un período histórico, artístico y filosófico. Cuando el pintor Jaques-Louis David retrata en 1812 a Napoleón en su despacho de las Tullerías, con ese gusto estético heredero del neoclásico aunque influido ya de un cierto gusto exótico camino del estilo imperio, casi nada hacía presagiar que ambos, pintor y modelo, el amigo de Robespierre y el pequeño cabo Bonaparte, asistirían en apenas unos años al final de sus mundos y sus reinos, po.y tral, ese moemnento de mpositorese afirmacidad nacional, de afirmaci 813 Despu¿??lítico y estético. Finalizaría así la gloria del que fue Emperador de los Franceses, Rey de Italia Copríncipe de Andorra y Protector de la Confederación del Rin al tiempo que el romanticismo estético y literario ya dominante se abría paso en el teatro y en la ópera.
La invasión napoleónica había al mismo tiempo provocado un sentimiento de identidad nacional, de afirmación en su esencia, de los gustos y las costumbres de los pueblos que habían sido dominados, lo que germinaría en las décadas posteriores en un movimiento de afirmación estética, teatral y musical, de la que serían estandartes, y quizás prisioneros en algún momento, los dos compositores a quienes aquí nos referimos. Y junto a este sentimiento de identidad resonaban en toda la cultura europea, golpeada aún por la desolación que las guerras napoleónicas habían extendido por el continente entero, las palabras de Hölderlin que incitaban al cambio radical de la sociedad y del arte.
El profundo cambio que supuso la revolución francesa en lo social y lo político, y la ruptura con el antiguo régimen, abrieron la esperanza en que esos cambios radicales eras posibles más que en ninguna época anterior, y de ese cambio profundo y absoluto se alimentaron Wagner y Verdi, quienes desde el centro de los movimientos políticos de mediados de siglo XIX, la revolución liberal de 1849 en Dresde para el primero y el risorgimento italiano para el segundo, refundaron el teatro lírico de su tiempo, que nunca más volvería a ser el mismo.
1.- El contexto teatral, musical y operístico.
«Ahora estoy tranquilo. Los venecianos están más locos que yo».
Gioacchino Rossini
Con esta ingeniosa expresión manifestó su opinión Rossini ante la respuesta del público frente a su estreno el 22 de mayo del año 1813. El éxito de La italiana en Argel fue enorme y el comienzo de una exitosa carrera, que había tenido como prólogo las cinco comedias rossinianas en un acto del año anterior. «Nunca una ciudad había gozado tanto de un espectáculo tan afín a su carácter» dijo el italianófilo Stendhal pasando por alto que ese gusto no era el de una ciudad, sino el de un país entero, y casi el de todo un continente. Esta nueva moda, que se basaba en el extremado virtuosismo de los cantantes, no era algo totalmente nuevo, ya que en el barroco sobre todo, pero en el clasicismo también, las florituras vocales ya habían enfervorizado públicos de toda Europa. En el caso del estreno rossiniano fueron Maria Marcollini, Serafino Gentili, Filippo Galli y Paolo Rosich los artistas que lucían la nueva técnica vocal con su efectismo pirotécnico, pero esos nombres son solamente una muestra de un largo catálogo de divos en la que fue su gran época, el Belcanto. En lo que nos atañe, la curiosidad es que esa noche que Rossini estrenaba con enorme éxito en el Teatro San Benedetto de Venecia, con los espectadores bramando delirantes, a mil kilómetros al norte de allí, en Leipzig, en la Confederación del Rin que Napoleón gobernaba, nacía en el seno de una familia modesta un niño con un sonoro nombre: Richard Wagner.
En ese momento, el bebé recién nacido, y el que nacería unos meses más tarde, semanas después del espejismo de la victoria en Dresde de Napoleón, ignoraban que en el mundo de la ópera había un cambio pendiente desde el pleno clasicismo que vendrían a desarrollar ellos mismos. Esos dos niños de apellido Wagner y Verdi heredarían la misión de deshacerse de la rígida estructura de recitativos y arias, de larguísimos números de lucimiento de los cantantes que impedían hacía décadas el desarrollo teatral y continuo de la narración de una historia. Desde Gluck, en la plenitud del clasicismo, muchos habían querido destruir los cimientos que lastraban la ópera con estructuras demasiado rígidas y que eran una losa pesada sobre las narraciones, ya que las concesiones a cantantes y virtuosismos vocales eran enormes y arrasaban cualquier otra intencionalidad teatral, dramática o musical. Pero ni el propio Gluck pudo realizar ese deseo, que solamente en manos del último Mozart alumbró una libertad estructural, para después caer en el nuevo reclusorio del belcanto, con sus sucesiones inacabables de arias, scenas y cabalettas.
El mundo de la literatura y la escena ya había marcado un camino en su necesidad de romper reglas fijas imponiendo el ideario del teatro romántico y su ruptura de las normas neoclásicas. Goethe, que abrió el camino a la libertad, seguido de Schiller y la nueva generación romántica acabarían desembocando en la brutalidad estructural de Georg Büchner, nacido una semana después de Verdi, en el mismo año de 1813, y llamado a ser uno de los grandes revolucionarios de la escena lírica y dramática. En julio del mismo año, en Chiclana de la frontera nacía Antonio García Gutiérrez, quien sería autor los textos que dieron origen de los libretos del Simón Boccanegra y El trovador de Verdi y uno de los artífices de la revolución teatral que rompería moldes dentro del teatro español del siglo XIX.
En otoño del prolífico año del que hablamos, el 10 de octubre de 1813, nacía en Le Roncole, un pequeño pueblo cerca de Busseto, en el ducado de Parma, Giuseppe Verdi.
En esa Italia que vivía entonces bajo la dominación napoleónica y que debía después soportar la del Imperio Austro-Húngaro se desarrollaba sin embargo un estilo operístico puramente italiano que seguía dominando toda Europa. Incluso compositores centroeuropeos, como el alemán Giovanni Simone Mayr (nacido como Johann Simon Mayer) estrenaban en los coliseos italianos operas de nombres tan propios del estilo imperante como la Medea en Corinto que estrenaría en el Teatro San Carlo de Nápoles el 28 de noviembre del mismo año 1813. Mayr, que viviría en Italia y moriría en Bérgamo, fue el maestro de toda una generación de compositores italianos, y establecería así un vínculo histórico entre la herencia musical alemana y su desarrollo italiano. La importancia del canto, del virtuosismo vocal y de la personalidad de los cantantes, por encima de la música y muy por encima del libreto y argumento de las óperas debía aún mantenerse durante algunas décadas en las manos y partituras de sus herederos Rossini, Bellini y Donizetti.
De entre los acontecimientos musicales y operísticos ocurridos en ese año de 1813 que influirían sobre el devenir de la ópera del ottocento señalamos los siguientes en el entorno germánico. Carl María von Weber, de quien tomaría una gran influencia Wagner, aceptó en ese año el cargo de director de orquesta en Praga, de donde partió a Dresde tres años más tarde. Allí compuso su ópera más famosa, El cazador furtivo, que se estrenó con un gran éxito en Berlín en 1821. Ésta ópera y las sucesivas de von Weber, Euryanthe y Oberon fueros un ejemplo claro para las primeras creaciones wagnerianas, como la ópera fantástica titulada Las Hadas. En Weber, además de un ejemplo musical y teatral, Wagner encontró las raíces de la cultura musical germánica, ya que una de sus primas paternas, Constanze, fue esposa de Mozart, y el hermano de Haydn, Michael Haydn, también músico, le dio en 1798 clases gratuitas en Salzburgo von Weber. Quedaba así emparentado Wagner con la historia de la música alemana, si consideramos la Viena de Mozart y Haydn parte del ese universo.
También en el entorno austríaco surge una gran influencia para toda la región (tanto Alemania como el territorio dominado por el imperio) un nuevo género que aparecía incipientemente: las canciones o lieder. En ellos nace una forma de escribir y cantar, asemejada al habla y buscando el recitar cantando o sprechgesang, que supondrían una enorme inspiración a Verdi y a Wagner en su camino progresivo de alejamiento del virtuosismo ininteligible de los cantantes y compositores anteriores. Schubert comienza en el año 1814 a escribir sus primeros lieder, basados muchos de ellos en poemas o fragmentos teatrales de Goethe, como su Margarita en la rueca sobre texto del Fausto. La prolífica producción de canciones de Schubert, Schumann y otros compositores de la época se extendió pronto por todo el mundo germánico, e influyó de manera decisiva el futuro del género lírico.
Pero sin duda el artista que más influencia debía ejercer sobre Wagner, como artista y como hombre, era Ludwig van Beethoven. Ese titán de la música, que también heredaba directamente la corona mozartiana y la tradición vienesa del siglo XVIII (cuando se encontró con Mozart en 1787 en Viena, el genio de Salzburgo dijo: “Recuerden su nombre, este joven hará hablar al mundo”), fue el responsable de la mayor reforma de la música sinfónica y camerística, del piano y sus posibilidades, y con ello abrió un camino de ruptura artística que proseguiría Wagner con entusiasmo en el mundo de la escena lírica. Beethoven, en plena madurez, había escrito en 1813 La victoria de Wellington, un homenaje a la victoria sobre los ejércitos napoleónicos en la Batalla de Vitoria por parte del duque de Wellington. En el mismo año Beethoven compuso su séptima sinfonía, una demostración de libertad creadora, con un enorme y atípico desarrollo de la introducción, a la que Wagner , admirador incondicional de Beethoven llamaría “la apoteosis de la danza”. Además, el autor del famoso claro de luna se encontraba en plena reforma de su ópera Fidelio, que en su incansable inconformismo con el acabado formal, teatral y conceptual, llegó a reformar en tres ocasiones con tres libretistas diferentes. Ese camino de perfección y de comunión entre texto y música para la creación de un espectáculo integral anticipaba muchas de las obsesiones que seguirán en Verdi y en Wagner, y en su trabajo con todos los elementos que constituyen el espectáculo lírico, desde el libreto a la puesta en escena.
En ese paisaje infinito y borrascoso, en esa revolución radical de la música y la ópera con un futuro borrascoso y amenazante, como si se tratara de un cuadro de Caspar David Friedrich (su Caminante frente a un mar de nubes es, por cierto, de 1818), en ese universo en eclosión política, histórica y estética, se desarrolla la infancia de los dos compositores, Wagner y Verdi. Ambos viven ese período atraídos por la música y el teatro desde su edad más tierna, pertenecientes a entornos muy distintos, el de la música de salón y los teatros de Dresde para uno y el de las bandas de música y el canto popular para el otro; uno en los movimientos sociales que recorren Europa como un fantasma y el otro en el espíritu de una Italia que sueña con liberarse de la opresión de otros pueblos para alcanzar su propia identidad.
2.- El compositor contra la música para la invención de un nuevo drama.
“El artista se levanta sobre el hombre como la estatua sobre el pedestal”
Novalis
Wagner quedó fascinado por el esplendor hipnótico y gótico de la música de von Weber cuando con apenas siete años asistió a una representación de El cazador furtivo en Dresde, y comenzó su carrera operística tratando de imitar ese modelo y el de la música beethoveniana que escuchó por primera vez a los quince años en sus sinfonías. Pero pronto los límites de ese estilo operístico y sinfónico comenzaron a ahogar a un hombre de su creatividad, su talento y su arrebatadora identidad, con una obsesión por la notoriedad y la originalidad.
Asímismo Verdi se crió entre su función de organista de iglesia y las bandas de la región parmesana en que vivía, entre los teatros populares de provincia y el mito de los grandes coliseos de Milán, Venecia y Nápoles, con la enorme atracción hacia todo lo que significaba el gran espectáculo de la ópera lírica, que en esos momentos, bajo la moda del belcanto, obtenía sus mayores triunfos en las partituras de Rossini, de Bellini y de Donizetti.
Sin embargo, a lo largo de su carrera y de su vida, se fue demostrando que ninguno de los dos eran capaces de contentarse con la realidad musical y teatral que recibían en herencia, a pesar de su fascinación por ella, y que su deseo insaciable de una verdad escénica superior les iba a llevar a buscarla ferozmente por caminos distintos aunque paralelos en muchos casos. Reproducir o reflejar la realidad no es suficiente para ellos, hay que inventar una nueva verdad, propia e irrepetible, y ni siquiera la vanguardia técnica o artística que supone la fotografía, que está en sus albores, es suficiente, como dirá el propio Verdi: “Copiar la realidad puede ser bueno, pero inventar la realidad es mejor, mucho mejor. Copiar la realidad es interesante, pero eso es fotografía, y no pintura.”
Verdi y Wagner van a comenzar, por caminos divergentes que se entrelazan en ocasiones, a buscar una nueva realidad operística que sea absolutamente inventada por ellos y no copiada. Por eso no les sirve el modelo que encuentran más que como una primera percepción de aquello que desean cambiar o reinventar para conseguir una verdad superior, no banal, como ellos la consideran, por mucho que admiraran uno a von Weber y el otro a Rossini y Donizetti. Ambos saben que la responsabilidad del creador moderno no puede estar únicamente en el territorio de la partitura, y que si quieren modificar el teatro de un modo integral, y llegar al espectador de otra manera, su implicación tiene que ser transversal en todo aquello que es significativo para el espectáculo. Deben dejar de preocuparse sólo de lo que suena, para que el sonido sea la banda sonora de una creación superior en la que ellos intervengan en todo.
El verdadero sentido de la nueva creación operística brota de esta capacidad integral para imaginar una historia y saber cómo se ve, cómo suena y cómo se construye en el escenario. Los dos compositores comparten esta visión de la puesta en escena integral como una necesidad del tiempo que les toca vivir. También comparten Verdi y Wagner la percepción de la transcendencia del arte en la sociedad convulsa en la que están viviendo, y de que la construcción de espectáculos en ese tiempo debe ir más allá de la decoración para el lucimiento de los divos. Lo explica muy bien el músico alemán, quien había flirteado en su juventud con los vanguardistas posicionamientos sociales, desde Marx a Bakunin: “Sólo sobre los hombros de este nuevo movimiento social puede el verdadero arte elevarse sobre sí mismo desde el actual estado de barbarismo civilizado, y tomar su puesto de honor”.
En esta lectura profunda de la misión social del arte, al igual que en la idea de la invención de la verdad y el equilibrio entre idea y música, vuelven a coincidir ambos. La idea de Wagner sobre el error en el equilibrio entre música y drama podría compartirla sin rechistar el oso de Busseto: «El error en el género artístico de la ópera consiste en haber convertido un medio de expresión -la música- en fin, y el fin de la expresión -el drama- en medio». Esta afirmación, escrita por Wagner en la introducción a su obra Ópera y drama manifiesta una idea fundamental de ambos compositores: que la música no sea el centro absoluto de un espectáculo en el que los demás signos de expresión estén mutilados o empobrecidos al servicio del lucimiento musical, sino uno más en un complejo sistema de signos en el que cada elemento se retroalimenta con la presencia e importancia de los demás.
Esta reordenación de los elementos de un espectáculo y este nuevo equilibrio de fuerzas brota de una concepción humanista en ambos, en la que saben que la verdad teatral no puede ser solamente una y fragmentaria (la del canto y la música) sino integral para golpear con fuerza al espectador y provocar el efecto de verdad superior, gracias a la potenciación, ya sea por analogía o por contradicción, entre los signos visuales y sonoros. Sin saber las consecuencias que tendría en las artes escénicas y visuales del futuro están creando un nuevo diagrama de poder en lo que podemos ya llamar a todos los efectos creación audiovisual.
No es nueva esta idea de cooperación expresiva entre las artes en el mundo de la ópera, estaba ya en Monteverdi y el espíritu renacentista de los madrigalistas que invenaron el género, y lo encontramos luminosamente en otros momentos (como cuando Mozart refiere en sus cartas los infinitos estímulos que él como músico recibía de los demás elementos escénicos con que convivía y cómo pretendía con su música realzar el valor de las demás).
3.- La intervención y el trabajo del compositor sobre el libreto: el primer paso hacia una nueva puesta en escena.
“Mi manera de trabajar es muy diferente. En primer lugar, sólo me atrae la poesía y la música que se me ocurren simultáneamente.”
Richard Wagner
El material literario es un elemento determinante en la escritura de una ópera lírica, sea por presencia o por ausencia, por su calidad o su banalidad. Wagner considerará que debe asumir la escritura de sus libretos, a partir de los mitos fundacionales de la cultura germánica, mientras que Verdi sondeará con mayor cuidado los libretos entre la gran literatura universal y colaborará directamente con los libretistas hasta la extenuación. No es algo nuevo, la colaboración de Mozart con Lorenzo da Ponte o el trabajo de Beethoven con tres versiones distintas y tres libretistas en su Fidelio son claros antecedentes de lo que hablamos.
La relación entre el texto y la música está a punto de cambiar, y ya no sirve el modelo predominante en Italia a inicios del siglo XIX en los que argumentos banales y libretos ingeniosamente repetitivos son una excusa para una sucesión de números musicales brillantes en los que los solistas puedan desarrollar toda su pirotecnia vocal. Wagner y Verdi parten de un concepto más profundo y de un plan definido antes de comenzar a escribir, y técnicas propias del pasado, como la repetición de arias o dúos en óperas de argumento diferente, cambiando solamente el texto y refitiendo una fórmula fija, nunca más existirán.
“Antes de escribir un verso, un argumento o una escena ya estoy intoxicado por el aroma musical del tema. Tengo en la cabeza cada nota, cada motivo característico, de modo que cuando se completa la versificación y la disposición de las escenas, considero que la ópera está prácticamente terminada: el tratamiento musical detallado es únicamente una labor posterior, llena de calma y meditación, ya que el verdadero momento de la creación ha tenido lugar mucho antes.” Así de claramente define su labor Wagner, quien se considera esencialmente un poeta dramático que para el desarrollo de su poética necesita la música.
Wagner, desde su doble condición de poeta y músico reivindica la suma de ambas para la creación del drama, que es en su opinión la máxima expresión artística posible, pasado y presente al tiempo y siempre activo y dinámico. Y en esta nueva concepción teatral va a ser determinante la elección de temas y argumentos como un reflejo de su visión del mundo.
Los dos compositores percibían desde su tiempo que la ópera se encontraba, no sólo en su música y en su estructura sino también en sus argumentos y libretos en un momento de estancamiento. Frente a la necesidad de romper con un género embalsamado, cuyas ansias por mantener la gloria de los divos le había llevado a la taxidermia, buscan caminos distintos para devolverlo a la vida, y buscan con ansia una savia nueva que lo pueda revivir con vigor. Wagner encuentra esta inspiración en el mito y Verdi, en la literatura y la historia.
La personalidad arrolladora de Wagner y su afán de notoriedad artística le hace querer entroncar directamente con los orígenes de la literatura germánica, con los poemas épicos arcaicos que él reescribirá, mientras que Verdi buscará en la literatura de su presente y su pasado textos que profundizan en la visión de un hombre moderno y complejo.
Shakespeare será su gran descubrimiento y el autor preferido en el final de su vida artística, ya que sus dos últimas óperas, Falstaff y Otello, están basadas en textos suyos. También realizó una ópera sobre Macbeth y tenía, según la mítica verdiana, proyectada la escritura de El rey Lear. La elección del autor inglés denota una voluntad de equilibrio y el reto de poner música a textos de gran fuerza, lejos del conformismo del belcanto que heredó, y en el que comenzó su carrera, elaborando óperas sobre libretitas como Salvatore Cammarano o Romano Felice, colaboradores habituales de Rossini y de Donizetti. En esta búsqueda de nuevos textos pasarán por sus partituras los versos de Schiller, en I masnadieri y Don Carlo, de García Gutiérrez, en Il trovatore y Simon Boccanegra, o los de Alejandro Dumas hijo en La traviata.
Quedará siempre en el territorio de la especulación, qué hubiera sido capaz de hacer con el libreto de La Celestina que tenía en mente, ya con el estilo moderno de sus últimas óperas.
Si bien es cierto que Verdi se nutre de estos grandes textos, y en los libretos colabora intensamente con los libretistas en lugar de escribirlos como Wagner, la lectura contemporánea y concreta de los mismos es un elemento de distinción del compositor.
Verdi hace siempre una lectura de los textos desde su entorno histórico y consigue que, no sólo con la música sino con la misma intervención textual, adquieran un nuevo significado. Ahonda en los recovecos dramatúrgicos de los textos, los comprende, los estudia y los reelabora desde el punto de vista agónico de la historia y la sociedad en que le tocó vivir, primero bajo la dominación napoleónica y después austrohúngara. El dolor de la guerra y del enfrentamiento visto desde quienes lo sufren, la condición humana frágil y contradictoria y el valor de la masa como conciencia colectiva de un pueblo son algunos de los valores esenciales que acompañarán toda su obra y matizarán su lectura de los textos, hasta apropiarse de ellos. Lo explica Giorgio Strehler, hablando del trabajo verdiano sobre el drama escocés: “comprendiendo todo aquello que Verdi había entendido de Shakespeare, el Macbeth de Verdi será sempre suyo”. Suyo porque él no tiene la necesidad de originalidad absoluta como Wagner, sino la capacidad de imprimir su personalidad y su visión hasta el punto de convertir obras del gran teatro universal en suyas a través de esta nueva lectura y su música.
La interpretación de Verdi es hija del romanticismo, intensa, oscura y desaforada, pero no solo en lo vocal sino en lo profundo, en lo esencial, con una personalidad que sobrepasa los prejuicios de su tiempo y le permite enfrentarse a ellos y a las críticas a sus excesos. Así se lo manifiesta a la Condesa Maffei en una carta hablando del estreno de Il trovatore: «Dicen que esta opera es demasiado triste y que hay demasiados muertos. Pero finalmente en la vida todo es muerte. ¿Qué existe en realidad?”.
Pero quizás una de las ideas claves para entender esta reforma del mundo del teatro y de la ópera, esta capacidad verdiana para teñir de su color el texto del que parte, es el uso de la orquesta en un sentido completamente moderno. La orquesta se convierte con Verdi, y por supuesto con Wagner también, en el verdadero narrador de la historia, en la guía que impone un ritmo, un carácter y una poética particular. El uso de la orquesta es revolucionario porque genera nuevas maneras de acotar, explicar la acción, el movimiento, el estado emocional y el conflicto. Dependiendo de las necesidades expresivas de casa ópera, recurrirá a diferentes soluciones tímbricas, de estructura e incluso a nuevos instrumentos, siguiendo la idea beethoveniana de romper con todo lo que por ser forma vacua impide la expresión libre.
Las cuerdas del inicio de La Traviata marcan una narración desnuda y dolorosa, y las trompetas egipcias de Aída, introducidas en la ópera tomadas de referencias arqueológicas en un afán de naturalismo exacto, transmiten el ambiente, la épica y el color de otro tiempo.
En la visión de Wagner, la sinfonía beethoveniana es una inspiración para el camino de liberación orquestal en su uso dentro del drama musical. La introducción libérrima y danzística de la Séptima y el uso de la palabra (de Schiller) en la Novena son muestras del camino hacia unos nuevos límites en todos los géneros y una nueva función orquestal en la ópera. Ésta recupera un carácter protagónico y funciones narrativas y descriptivas nunca antes vistas. La música motiva e interactúa con la luz, con la escenografía, con el movimiento de masas, en una nueva concepción del espectáculo, y la partitura musical es una codificación sonora de una partitura mucho mayor, la de la puesta en escena y su naturaleza integral. Un personaje, un espacio, un objeto o un sentimiento determinado tendrán un Leitmotiv musical que lo caracteriza y que al repetirse generará un discurso total y no fragmentario, además de ser la pauta temporal que permite articular y organizar los demás elementos de significación.
El uso wagneriano de la orquesta está influido en su visión metafísica de la música por sus lecturas de Schopenhauer, quien aprecia en ella la manifestación de lo absoluto. También resuenan en él las ideas de Hegel, detestado por Shopenhauer, sobre la capacidad de la música para acceder a territorios del alma humana inasequibles para el resto de las artes. En su análisis de la ópera y la función de la orquesta de Wagner, Dahlhaus dice que «expresa el aspecto interior de las acciones», creando así un metalenguaje que comenta y adjetiva el lenguaje del libreto. Son caminos distintos, heredero éste de las corrientes de pensamiento alemanas y el otro fruto de una visión humanista de la gran literatura universal, para llegar a una solución similar: la orquesta es la voz del compositor que habla y grita al espectador.
Hablando de Wagner, pero por lo que aquí hemos comentado también lo podemos referir a Verdi, dice Adorno que su aportación en el uso de la orquesta hace que “el arte de la instrumentación en su sentido fuerte, como participación productiva del color en el proceso musical, de tal modo que ese mismo color se ha convertido en acción, no existía antes de él.»
4.- El humanismo de Verdi y sus lecturas contemporáneas de los textos teatrales.
“Volvamos a lo antiguo y habrá sido un progreso.” Giuseppe Verdi Verdi no comparte la misión de Wagner ni su dimensión mesiánica de hacer nacer un nuevo arte, una nueva escena y un nuevo drama, sino que su necesidad brota de una dimensión humanista en la que desea despojarse de las herencias belcantistas que un hombre de su sensibilidad considera superfluas. El contexto histórico en el que vive, la lucha contra la ocupación austrohúngara de su territorio, el recuerdo de la desolación napoleónica en toda Europa, con los consecuentes movimientos nacionales, y las ideas propias del romanticismo literario alimentan su espíritu de ideas y conceptos que proyectará igual sobre su música, sobre sus dramas y sobre un nuevo concepto escénico más profundo, real y humano.
Las óperas de Verdi defienden la libertad en su más amplio sentido, la de los personajes, como en el caso de Violetta en La Traviata o la de Gilda en Rigoletto, y la de un pueblo entero, ya sean los etíopes en Aida, los incas en Alzira, los gitanos en Il trovatore o los israelitas en Nabucco. Estos últimos entonan el famoso “Va, pensiero”, como un anhelo de liberación de un pueblo oprimido, igual que lo es el sublime “Patria opresa” de los escoceses en Macbeth.
Pero su mirada doble al ser humano individual y colectivo no sólo afecta a su canto de libertad sino a su comprensión profunda de la naturaleza del hombre. Es ahí donde el humanismo profundo de Verdi va a imprimir un sello personal indeleble en la creación de seres humanos mucho más complejos que cualquiera de sus contemporáneos. La contradicción, la fragilidad, la duda, la culpa conviven en el alma de los personajes tanto como su egoísmo, su ambición, su lujuria o su ansia de venganza. A través de estas delicadas construcciones humanas los personajes se quitan el lastre de cualquier arquetipo anterior para emerger como nuevas creaciones, complejas y poliédricas, siempre vistas a través del prisma compasivo de Verdi, cuyos libretos y sobre todo cuya música trata de comprender quiénes son y cuáles son los motivos que les empujan a un modo de actuar, sea el que sea.
La elección de los temas y el punto de vista sobre ellos son el primer paso de una poética verdiana que se desarrolla después en el foso de orquesta y también sobre el escenario. Su capacidad de crear e inventar verdad escénica y humana pasa del belcanto que hereda, al verismo que anticipa, pasando por lo que podemos llamar el drama verdiano. Su libertad está por encima de cualquier etiqueta y de las cadenas de un estilo, de cualquier categorización moderna o antigua. En sus manos siempre prima la exigencia de la verdad del individuo.
“Yo querría que cualquier joven, cuando se disponga a escribir, no pensase en ser melodista, ni realista, ni idealista, ni futurista, ni todos los diablos que se unen a estas pedanterías. La melodía y la armonía no deben ser más que un medio en las manos del artista para hacer Música, y si llega un día en el cuál no se hable ni de melodía ni de armonía, ni de escuela alemana o italiana, ni de pasado ni de futuro, entonces quizás podrá comenzar el reino del arte”. Verdi no se adhiere a ningún grupo ni a ninguna escuela que no sea la de la verosimilitud humana y la de su deber para con la música y el arte, y así va a contestar a cada una de sus creaciones con una sucesiva más libre y más arriesgada en su labor de búsqueda.
La libertad, la humanidad y la conciencia social de un Verdi situado más allá de cualquier etiqueta estética se convierten en la conciencia cantada de la Italia del risorgimento, que reconoce en esos textos y en esas escenas sus ansias de libertad, y comparte el canto de todos esos coros oprimidos. Su ópera es melodrama y teatro de urgencia al tiempo, ópera que golpea el alma lacrimosa del público y el deseo de pelear por la libertad de una nación asolada, invadida y oprimida que se une a los coros de Aida, de Nabucco o de Macbeth y pide paz y libertad para su pueblo, el del escenario y el de los espectadores. El propio nombre del compositor y el grito revolucionario «Viva Verdi», en las representaciones operísticas de sus óperas se convierte en un manifiesto político al ser un acróstico de Vittorio Emmanuele, Re d´ Italia, cantado frente a los oficiales austríacos como un desafío.
Sin el afán de cambiar el panorama teatral europeo Verdi lo cambia todo. Hace ópera política y social, se atreve con el naturalismo que refleja su sociedad en La traviata, acusándola de no permitir redención para Violetta mientras ella, prostituta de profesión, es la heroína de la obra. También se enfrenta al monumentalismo shakespeariano, tanto trágico como cómico en Otello y Falstaff, que son su herencia musical y la culminación de una larga evolución de estilos. Al ser nombrado verista por su enorme capacidad de generar verdad, él sigue resistiéndose a la etiqueta: “Ah, el progreso, la ciencia, el verismo…! Sé todo lo verista que quieras… Shakespeare era un verista, pero no lo sabía. Era un verista de inspiración; nosotros somos veristas por intención, por cálculo.”
Verdi no quería limitarse a un estilo hermético, pero eso no significa que no haya una organización programática de su trabajo y unas reglas compositivas que van formando una poética muy personal. En ella hay un desarrollo del detalle en el libreto, en la orquestación y en la escenificación de sus óperas, como partes de su método compositivo de la obra. Como moderno humanista se interesa por las evoluciones estéticas y técnicas en la música y la escena. En lo musical, por ejemplo, además de romper la rígida estructura de arias, introduce nuevos instrumentos en su orquesta, e investiga sobre la localización del sonido: coloca en escena u ocultas en los laterales del escenario bandas internas en Aida, Rigoletto o La traviata, un órgano y un arpa en Il Trovatore, para generar una sensación diegética de que la música brota del propio discurso escénico y del tiempo y el ambiente del relato. Aparte de acoger las novedades naturalistas de su tiempo y su afán de verosimilitud en el espacio y vestuario, Verdi colabora con egiptólogos para la elaboración del libreto de Aida, asiste a ensayos de sus producciones, interviene proponiendo soluciones más verosímiles y ajusta la partitura. Una muestra de su interés en que su trabajo sea escénico y no puramente musical lo da en una carta que envía en plenos ensayos de esta ópera a su editor Giulio Ricordi en Milán, en 1871, en la que le pide que se retrase la impresión del libreto y de la partitura de manera que las aportaciones escénicas efectuadas durante el trabajo puedan ser incluidas. También en 1872 en carta a Clarina Maffei, al informarle de las bondades del montaje de Parma, no solamente habla de la orquesta sino también prolijamente de la escenografía y su pertinencia.
Y como testimonio de su intuición teatral, de su capacidad de hacer nuevas lecturas de los textos dramáticos y su constante voluntad escénica quede este reconocimiento de Strehler: “Verdi consiguió con un extraordinario instinto dramático, por su extrema sensibilidad poética y por consiguiente crítica, ir mucho más allá en múltiples aspectos. Consiguió intuir una nueva lectura shakespeariana absolutamente insólita y profunda respecto a la visión histórica en la que estaba encerrada su época. Desde ese punto comienza su continua lucha por las conquistas poéticas, musicales y de contenido y relaciones entre personajes que hacen del Macbeth no sé si una “ópera experimental”, como algunos la definen, pero ciertamente una ópera única.”
Ignacio García