Verdi y Wagner, dos vidas paralelas para una misma revolución
“¡Que cambie todo a fondo! ¡Que de las raíces de la humanidad surja un nuevo mundo! ¡Que una nueva deidad reine sobre los hombres, que un nuevo futuro se abra ante ellos!”
Friedrich Hölderlin
El año 1813 fue decisivo para el desarrollo de la historia de Europa y también para su historia teatral y musical. Dos compositores de una talla mítica en la historia de la ópera nacían, uno en Alemania en mayo y el otro en Italia en octubre, coincidiendo con el ocaso de quien con esplendor hegemónico que había dominado Europa entera en las décadas anteriores, Napoleón Bonaparte. Su derrota en la Batalla de las Naciones, cerca de Leipzig, el 16 de octubre de 1813, seis días después del nacimiento de Giuseppe Verdi, fue el inicio del fin y el crepúsculo de su imperio, ya que a continuación, tras los breves Cien Días de gobierno restaurado, finalizaría definitivamente su poder con la derrota en Waterloo, el 18 de Junio de 1815.
El final del imperio napoleónico y el destierro del ogro de Ajaccio en Elba acababan con un sueño megalómano, con una Europa unida y subyugada a su voluntad, y al mismo tiempo con un período histórico, artístico y filosófico. Cuando el pintor Jaques-Louis David retrata en 1812 a Napoleón en su despacho de las Tullerías, con ese gusto estético heredero del neoclásico aunque influido ya de un cierto gusto exótico camino del estilo imperio, casi nada hacía presagiar que ambos, pintor y modelo, el amigo de Robespierre y el pequeño cabo Bonaparte, asistirían en apenas unos años al final de sus mundos y sus reinos, po.y tral, ese moemnento de mpositorese afirmacidad nacional, de afirmaci 813 Despu¿??lítico y estético. Finalizaría así la gloria del que fue Emperador de los Franceses, Rey de Italia Copríncipe de Andorra y Protector de la Confederación del Rin al tiempo que el romanticismo estético y literario ya dominante se abría paso en el teatro y en la ópera.
La invasión napoleónica había al mismo tiempo provocado un sentimiento de identidad nacional, de afirmación en su esencia, de los gustos y las costumbres de los pueblos que habían sido dominados, lo que germinaría en las décadas posteriores en un movimiento de afirmación estética, teatral y musical, de la que serían estandartes, y quizás prisioneros en algún momento, los dos compositores a quienes aquí nos referimos. Y junto a este sentimiento de identidad resonaban en toda la cultura europea, golpeada aún por la desolación que las guerras napoleónicas habían extendido por el continente entero,
las palabras de Hölderlin que incitaban al cambio radical de la sociedad y del arte.
El profundo cambio que supuso la revolución francesa en lo social y lo político, y la ruptura con el antiguo régimen, abrieron la esperanza en que esos cambios radicales eras posibles más que en ninguna época anterior, y de ese cambio profundo y absoluto se alimentaron Wagner y Verdi, quienes desde el centro de los movimientos políticos de mediados de siglo XIX, la revolución liberal de 1849 en Dresde para el primero y el risorgimento italiano para el segundo, refundaron el teatro lírico de su tiempo, que nunca más volvería a ser el mismo.
1.- El contexto teatral, musical y operístico.
«Ahora estoy tranquilo. Los venecianos están más locos que yo».
Gioacchino Rossini
Con esta ingeniosa expresión manifestó su opinión Rossini ante la respuesta del público frente a su estreno el 22 de mayo del año 1813. El éxito de La italiana en Argel fue enorme y el comienzo de una exitosa carrera, que había tenido como prólogo las cinco comedias rossinianas en un acto del año anterior. «Nunca una ciudad había gozado tanto de un espectáculo tan afín a su carácter» dijo el italianófilo Stendhal pasando por alto que ese gusto no era el de una ciudad, sino el de un país entero, y casi el de todo un continente. Esta nueva moda, que se basaba en el extremado virtuosismo de los cantantes, no era algo totalmente nuevo, ya que en el barroco sobre todo, pero en el clasicismo también, las florituras vocales ya habían enfervorizado públicos de toda Europa. En el caso del estreno rossiniano fueron Maria Marcollini, Serafino Gentili, Filippo Galli y Paolo Rosich los artistas que lucían la nueva técnica vocal con su efectismo pirotécnico, pero esos nombres son solamente una muestra de un largo catálogo de divos en la que fue su gran época, el Belcanto. En lo que nos atañe, la curiosidad es que esa noche que Rossini estrenaba con enorme éxito en el Teatro San Benedetto de Venecia, con los espectadores bramando delirantes, a mil kilómetros al norte de allí, en Leipzig, en la Confederación del Rin que Napoleón gobernaba, nacía en el seno de una familia modesta un niño con un sonoro nombre: Richard Wagner.
En ese momento, el bebé recién nacido, y el que nacería unos meses más tarde, semanas después del espejismo de la victoria en Dresde de Napoleón, ignoraban que en el mundo de la ópera había un cambio pendiente desde el pleno clasicismo que vendrían a desarrollar ellos mismos. Esos dos niños de apellido Wagner y Verdi heredarían la misión de deshacerse de la rígida estructura de recitativos y arias, de larguísimos números de lucimiento de los cantantes que impedían hacía décadas el desarrollo teatral y continuo de la narración de una historia. Desde Gluck, en la plenitud del clasicismo, muchos habían querido destruir los cimientos que lastraban la ópera con estructuras demasiado rígidas y que eran una losa pesada sobre las narraciones, ya que las concesiones a cantantes y virtuosismos vocales eran enormes y arrasaban cualquier otra intencionalidad teatral, dramática o musical. Pero ni el propio Gluck pudo realizar ese deseo, que solamente en manos del último Mozart alumbró una libertad estructural, para después caer en el nuevo reclusorio del belcanto, con sus sucesiones inacabables de arias, scenas y cabalettas.
El mundo de la literatura y la escena ya había marcado un camino en su necesidad de romper reglas fijas imponiendo el ideario del teatro romántico y su ruptura de las normas neoclásicas. Goethe, que abrió el camino a la libertad, seguido de Schiller y la nueva generación romántica acabarían desembocando en la brutalidad estructural de Georg Büchner, nacido una semana después de Verdi, en el mismo año de 1813, y llamado a ser uno de los grandes revolucionarios de la escena lírica y dramática. En julio del mismo año, en Chiclana de la frontera nacía Antonio García Gutiérrez, quien sería autor los textos que dieron origen de los libretos del Simón Boccanegra y El trovador de Verdi y uno de los artífices de la revolución teatral que rompería moldes dentro del teatro español del siglo XIX.
En otoño del prolífico año del que hablamos, el 10 de octubre de 1813, nacía en Le Roncole, un pequeño pueblo cerca de Busseto, en el ducado de Parma, Giuseppe Verdi.
En esa Italia que vivía entonces bajo la dominación napoleónica y que debía después soportar la del Imperio Austro-Húngaro se desarrollaba sin embargo un estilo operístico puramente italiano que seguía dominando toda Europa. Incluso compositores centroeuropeos, como el alemán Giovanni Simone Mayr (nacido como Johann Simon Mayer) estrenaban en los coliseos italianos operas de nombres tan propios del estilo imperante como la Medea en Corinto que estrenaría en el Teatro San Carlo de Nápoles el 28 de noviembre del mismo año 1813. Mayr, que viviría en Italia y moriría en Bérgamo, fue el maestro de toda una generación de compositores italianos, y establecería así un vínculo histórico entre la herencia musical alemana y su desarrollo italiano. La importancia del canto, del virtuosismo vocal y de la personalidad de los cantantes, por encima de la música y muy por encima del libreto y argumento de las óperas debía aún mantenerse durante algunas décadas en las manos y partituras de sus herederos Rossini, Bellini y Donizetti.
De entre los acontecimientos musicales y operísticos ocurridos en ese año de 1813 que influirían sobre el devenir de la ópera del ottocento señalamos los siguientes en el entorno germánico. Carl María von Weber, de quien tomaría una gran influencia Wagner, aceptó en ese año el cargo de director de orquesta en Praga, de donde partió a Dresde tres años más tarde. Allí compuso su ópera más famosa, El cazador furtivo, que se estrenó con un gran éxito en Berlín en 1821. Ésta ópera y las sucesivas de von Weber, Euryanthe y Oberon fueros un ejemplo claro para las primeras creaciones wagnerianas, como la ópera fantástica titulada Las Hadas. En Weber, además de un ejemplo musical y teatral, Wagner encontró las raíces de la cultura musical germánica, ya que una de sus primas paternas, Constanze, fue esposa de Mozart, y el hermano de Haydn, Michael Haydn, también músico, le dio en 1798 clases gratuitas en Salzburgo von Weber. Quedaba así emparentado Wagner con la historia de la música alemana, si consideramos la Viena de Mozart y Haydn parte del ese universo.
También en el entorno austríaco surge una gran influencia para toda la región (tanto Alemania como el territorio dominado por el imperio) un nuevo género que aparecía incipientemente: las canciones o lieder. En ellos nace una forma de escribir y cantar, asemejada al habla y buscando el recitar cantando o sprechgesang, que supondrían una enorme inspiración a Verdi y a Wagner en su camino progresivo de alejamiento del virtuosismo ininteligible de los cantantes y compositores anteriores. Schubert comienza en el año 1814 a escribir sus primeros lieder, basados muchos de ellos en poemas o fragmentos teatrales de Goethe, como su Margarita en la rueca sobre texto del Fausto. La prolífica producción de canciones de Schubert, Schumann y otros compositores de la época se extendió pronto por todo el mundo germánico, e influyó de manera decisiva el futuro del género lírico.
Pero sin duda el artista que más influencia debía ejercer sobre Wagner, como artista y como hombre, era Ludwig van Beethoven. Ese titán de la música, que también heredaba directamente la corona mozartiana y la tradición vienesa del siglo XVIII (cuando se encontró con Mozart en 1787 en Viena, el genio de Salzburgo dijo: “Recuerden su nombre, este joven hará hablar al mundo”), fue el responsable de la mayor reforma de la música sinfónica y camerística, del piano y sus posibilidades, y con ello abrió un camino de ruptura artística que proseguiría Wagner con entusiasmo en el mundo de la escena lírica. Beethoven, en plena madurez, había escrito en 1813 La victoria de Wellington, un homenaje a la victoria sobre los ejércitos napoleónicos en la Batalla de Vitoria por parte del duque de Wellington. En el mismo año Beethoven compuso su séptima sinfonía, una demostración de libertad creadora, con un enorme y atípico desarrollo de la introducción, a la que Wagner , admirador incondicional de Beethoven llamaría “la apoteosis de la danza”. Además, el autor del famoso claro de luna se encontraba en plena reforma de su ópera Fidelio, que en su incansable inconformismo con el acabado formal, teatral y conceptual, llegó a reformar en tres ocasiones con tres libretistas diferentes. Ese camino de perfección y de comunión entre texto y música para la creación de un espectáculo integral anticipaba muchas de las obsesiones que seguirán en Verdi y en Wagner, y en su trabajo con todos los elementos que constituyen el espectáculo lírico, desde el libreto a la puesta en escena.
En ese paisaje infinito y borrascoso, en esa revolución radical de la música y la ópera con un futuro borrascoso y amenazante, como si se tratara de un cuadro de Caspar David Friedrich (su Caminante frente a un mar de nubes es, por cierto, de 1818), en ese universo en eclosión política, histórica y estética, se desarrolla la infancia de los dos compositores, Wagner y Verdi. Ambos viven ese período atraídos por la música y el teatro desde su edad más tierna, pertenecientes a entornos muy distintos, el de la música de salón y los teatros de Dresde para uno y el de las bandas de música y el canto popular para el otro; uno en los movimientos sociales que recorren Europa como un fantasma y el otro en el espíritu de una Italia que sueña con liberarse de la opresión de otros pueblos para alcanzar su propia identidad.
2.- El compositor contra la música para la invención de un nuevo drama.
“El artista se levanta sobre el hombre como la estatua sobre el pedestal”
Novalis
Wagner quedó fascinado por el esplendor hipnótico y gótico de la música de von Weber cuando con apenas siete años asistió a una representación de El cazador furtivo en Dresde, y comenzó su carrera operística tratando de imitar ese modelo y el de la música beethoveniana que escuchó por primera vez a los quince años en sus sinfonías. Pero pronto los límites de ese estilo operístico y sinfónico comenzaron a ahogar a un hombre de su creatividad, su talento y su arrebatadora identidad, con una obsesión por la notoriedad y la originalidad.
Asímismo Verdi se crió entre su función de organista de iglesia y las bandas de la región parmesana en que vivía, entre los teatros populares de provincia y el mito de los grandes coliseos de Milán, Venecia y Nápoles, con la enorme atracción hacia todo lo que significaba el gran espectáculo de la ópera lírica, que en esos momentos, bajo la moda del belcanto, obtenía sus mayores triunfos en las partituras de Rossini, de Bellini y de Donizetti.
Sin embargo, a lo largo de su carrera y de su vida, se fue demostrando que ninguno de los dos eran capaces de contentarse con la realidad musical y teatral que recibían en herencia, a pesar de su fascinación por ella, y que su deseo insaciable de una verdad escénica superior les iba a llevar a buscarla ferozmente por caminos distintos aunque paralelos en muchos casos. Reproducir o reflejar la realidad no es suficiente para ellos, hay que inventar una nueva verdad, propia e irrepetible, y ni siquiera la vanguardia técnica o artística que supone la fotografía, que está en sus albores, es suficiente, como dirá el propio Verdi: “Copiar la realidad puede ser bueno, pero inventar la realidad es mejor, mucho mejor. Copiar la realidad es interesante, pero eso es fotografía, y no pintura.”
Verdi y Wagner van a comenzar, por caminos divergentes que se entrelazan en ocasiones, a buscar una nueva realidad operística que sea absolutamente inventada por ellos y no copiada. Por eso no les sirve el modelo que encuentran más que como una primera percepción de aquello que desean cambiar o reinventar para conseguir una verdad superior, no banal, como ellos la consideran, por mucho que admiraran uno a von Weber y el otro a Rossini y Donizetti. Ambos saben que la responsabilidad del creador moderno no puede estar únicamente en el territorio de la partitura, y que si quieren modificar el teatro de un modo integral, y llegar al espectador de otra manera, su implicación tiene que ser transversal en todo aquello que es significativo para el espectáculo. Deben dejar de preocuparse sólo de lo que suena, para que el sonido sea la banda sonora de una creación superior en la que ellos intervengan en todo.
El verdadero sentido de la nueva creación operística brota de esta capacidad integral para imaginar una historia y saber cómo se ve, cómo suena y cómo se construye en el escenario. Los dos compositores comparten esta visión de la puesta en escena integral como una necesidad del tiempo que les toca vivir. También comparten Verdi y Wagner la percepción de la transcendencia del arte en la sociedad convulsa en la que están viviendo, y de que la construcción de espectáculos en ese tiempo debe ir más allá de la decoración para el lucimiento de los divos. Lo explica muy bien el músico alemán, quien había flirteado en su juventud con los vanguardistas posicionamientos sociales, desde Marx a Bakunin: “Sólo sobre los hombros de este nuevo movimiento social puede el verdadero arte elevarse sobre sí mismo desde el actual estado de barbarismo civilizado, y tomar su puesto de honor”.
En esta lectura profunda de la misión social del arte, al igual que en la idea de la invención de la verdad y el equilibrio entre idea y música, vuelven a coincidir ambos. La idea de Wagner sobre el error en el equilibrio entre música y drama podría compartirla sin rechistar el oso de Busseto: «El error en el género artístico de la ópera consiste en haber convertido un medio de expresión -la música- en fin, y el fin de la expresión -el drama- en medio». Esta afirmación, escrita por Wagner en la introducción a su obra Ópera y drama manifiesta una idea fundamental de ambos compositores: que la música no sea el centro absoluto de un espectáculo en el que los demás signos de expresión estén mutilados o empobrecidos al servicio del lucimiento musical, sino uno más en un complejo sistema de signos en el que cada elemento se retroalimenta con la presencia e importancia de los demás.
Esta reordenación de los elementos de un espectáculo y este nuevo equilibrio de fuerzas brota de una concepción humanista en ambos, en la que saben que la verdad teatral no puede ser solamente una y fragmentaria (la del canto y la música) sino integral para golpear con fuerza al espectador y provocar el efecto de verdad superior, gracias a la potenciación, ya sea por analogía o por contradicción, entre los signos visuales y sonoros. Sin saber las consecuencias que tendría en las artes escénicas y visuales del futuro están creando un nuevo diagrama de poder en lo que podemos ya llamar a todos los efectos creación audiovisual.
No es nueva esta idea de cooperación expresiva entre las artes en el mundo de la ópera, estaba ya en Monteverdi y el espíritu renacentista de los madrigalistas que invenaron el género, y lo encontramos luminosamente en otros momentos (como cuando Mozart refiere en sus cartas los infinitos estímulos que él como músico recibía de los demás elementos escénicos con que convivía y cómo pretendía con su música realzar el valor de las demás).
3.- La intervención y el trabajo del compositor sobre el libreto: el primer paso hacia una nueva puesta en escena.
“Mi manera de trabajar es muy diferente. En primer lugar, sólo me atrae la poesía y la música que se me ocurren simultáneamente.”
Richard Wagner
El material literario es un elemento determinante en la escritura de una ópera lírica, sea por presencia o por ausencia, por su calidad o su banalidad. Wagner considerará que debe asumir la escritura de sus libretos, a partir de los mitos fundacionales de la cultura germánica, mientras que Verdi sondeará con mayor cuidado los libretos entre la gran literatura universal y colaborará directamente con los libretistas hasta la extenuación. No es algo nuevo, la colaboración de Mozart con Lorenzo da Ponte o el trabajo de Beethoven con tres versiones distintas y tres libretistas en su Fidelio son claros antecedentes de lo que hablamos.
La relación entre el texto y la música está a punto de cambiar, y ya no sirve el modelo predominante en Italia a inicios del siglo XIX en los que argumentos banales y libretos ingeniosamente repetitivos son una excusa para una sucesión de números musicales brillantes en los que los solistas puedan desarrollar toda su pirotecnia vocal. Wagner y Verdi parten de un concepto más profundo y de un plan definido antes de comenzar a escribir, y técnicas propias del pasado, como la repetición de arias o dúos en óperas de argumento diferente, cambiando solamente el texto y refitiendo una fórmula fija, nunca más existirán.
“Antes de escribir un verso, un argumento o una escena ya estoy intoxicado por el aroma musical del tema. Tengo en la cabeza cada nota, cada motivo característico, de modo que cuando se completa la versificación y la disposición de las escenas, considero que la ópera está prácticamente terminada: el tratamiento musical detallado es únicamente una labor posterior, llena de calma y meditación, ya que el verdadero momento de la creación ha tenido lugar mucho antes.” Así de claramente define su labor Wagner, quien se considera esencialmente un poeta dramático que para el desarrollo de su poética necesita la música.
Wagner, desde su doble condición de poeta y músico reivindica la suma de ambas para la creación del drama, que es en su opinión la máxima expresión artística posible, pasado y presente al tiempo y siempre activo y dinámico. Y en esta nueva concepción teatral va a ser determinante la elección de temas y argumentos como un reflejo de su visión del mundo.
Los dos compositores percibían desde su tiempo que la ópera se encontraba, no sólo en su música y en su estructura sino también en sus argumentos y libretos en un momento de estancamiento. Frente a la necesidad de romper con un género embalsamado, cuyas ansias por mantener la gloria de los divos le había llevado a la taxidermia, buscan caminos distintos para devolverlo a la vida, y buscan con ansia una savia nueva que lo pueda revivir con vigor.
Wagner encuentra esta inspiración en el mito y Verdi, en la literatura y la historia.
La personalidad arrolladora de Wagner y su afán de notoriedad artística le hace querer entroncar directamente con los orígenes de la literatura germánica, con los poemas épicos arcaicos que él reescribirá, mientras que Verdi buscará en la literatura de su presente y su pasado textos que profundizan en la visión de un hombre moderno y complejo.
Shakespeare será su gran descubrimiento y el autor preferido en el final de su vida artística, ya que sus dos últimas óperas, Falstaff y Otello, están basadas en textos suyos. También realizó una ópera sobre Macbeth y tenía, según la mítica verdiana, proyectada la escritura de El rey Lear. La elección del autor inglés denota una voluntad de equilibrio y el reto de poner música a textos de gran fuerza, lejos del conformismo del belcanto que heredó, y en el que comenzó su carrera, elaborando óperas sobre libretitas como Salvatore Cammarano o Romano Felice, colaboradores habituales de Rossini y de Donizetti. En esta búsqueda de nuevos textos pasarán por sus partituras los versos de Schiller, en I masnadieri y Don Carlo, de García Gutiérrez, en Il trovatore y Simon Boccanegra, o los de Alejandro Dumas hijo en La traviata.
Quedará siempre en el territorio de la especulación, qué hubiera sido capaz de hacer con el libreto de La Celestina que tenía en mente, ya con el estilo moderno de sus últimas óperas.
Si bien es cierto que Verdi se nutre de estos grandes textos, y en los libretos colabora intensamente con los libretistas en lugar de escribirlos como Wagner, la lectura contemporánea y concreta de los mismos es un elemento de distinción del compositor.
Verdi hace siempre una lectura de los textos desde su entorno histórico y consigue que, no sólo con la música sino con la misma intervención textual, adquieran un nuevo significado. Ahonda en los recovecos dramatúrgicos de los textos, los comprende, los estudia y los reelabora desde el punto de vista agónico de la historia y la sociedad en que le tocó vivir, primero bajo la dominación napoleónica y después austrohúngara. El dolor de la guerra y del enfrentamiento visto desde quienes lo sufren, la condición humana frágil y contradictoria y el valor de la masa como conciencia colectiva de un pueblo son algunos de los valores esenciales que acompañarán toda su obra y matizarán su lectura de los textos, hasta apropiarse de ellos. Lo explica Giorgio Strehler, hablando del trabajo verdiano sobre el drama escocés: “comprendiendo todo aquello que Verdi había entendido de Shakespeare, el Macbeth de Verdi será sempre suyo”. Suyo porque él no tiene la necesidad de originalidad absoluta como Wagner, sino la capacidad de imprimir su personalidad y su visión hasta el punto de convertir obras del gran teatro universal en suyas a través de esta nueva lectura y su música.
La interpretación de Verdi es hija del romanticismo, intensa, oscura y desaforada, pero no solo en lo vocal sino en lo profundo, en lo esencial, con una personalidad que sobrepasa los prejuicios de su tiempo y le permite enfrentarse a ellos y a las críticas a sus excesos. Así se lo manifiesta a la Condesa Maffei en una carta hablando del estreno de Il trovatore: «Dicen que esta opera es demasiado triste y que hay demasiados muertos. Pero finalmente en la vida todo es muerte. ¿Qué existe en realidad?”.
Pero quizás una de las ideas claves para entender esta reforma del mundo del teatro y de la ópera, esta capacidad verdiana para teñir de su color el texto del que parte, es el uso de la orquesta en un sentido completamente moderno. La orquesta se convierte con Verdi, y por supuesto con Wagner también, en el verdadero narrador de la historia, en la guía que impone un ritmo, un carácter y una poética particular. El uso de la orquesta es revolucionario porque genera nuevas maneras de acotar, explicar la acción, el movimiento, el estado emocional y el conflicto. Dependiendo de las necesidades expresivas de casa ópera, recurrirá a diferentes soluciones tímbricas, de estructura e incluso a nuevos instrumentos, siguiendo la idea beethoveniana de romper con todo lo que por ser forma vacua impide la expresión libre.
Las cuerdas del inicio de La Traviata marcan una narración desnuda y dolorosa, y las trompetas egipcias de Aída, introducidas en la ópera tomadas de referencias arqueológicas en un afán de naturalismo exacto, transmiten el ambiente, la épica y el color de otro tiempo.
En la visión de Wagner, la sinfonía beethoveniana es una inspiración para el camino de liberación orquestal en su uso dentro del drama musical. La introducción libérrima y danzística de la Séptima y el uso de la palabra (de Schiller) en la Novena son muestras del camino hacia unos nuevos límites en todos los géneros y una nueva función orquestal en la ópera. Ésta recupera un carácter protagónico y funciones narrativas y descriptivas nunca antes vistas. La música motiva e interactúa con la luz, con la escenografía, con el movimiento de masas, en una nueva concepción del espectáculo, y la partitura musical es una codificación sonora de una partitura mucho mayor, la de la puesta en escena y su naturaleza integral. Un personaje, un espacio, un objeto o un sentimiento determinado tendrán un Leitmotiv musical que lo caracteriza y que al repetirse generará un discurso total y no fragmentario, además de ser la pauta temporal que permite articular y organizar los demás elementos de significación.
El uso wagneriano de la orquesta está influido en su visión metafísica de la música por sus lecturas de Schopenhauer, quien aprecia en ella la manifestación de lo absoluto. También resuenan en él las ideas de Hegel, detestado por Shopenhauer, sobre la capacidad de la música para acceder a territorios del alma humana inasequibles para el resto de las artes. En su análisis de la ópera y la función de la orquesta de Wagner, Dahlhaus dice que «expresa el aspecto interior de las acciones», creando así un metalenguaje que comenta y adjetiva el lenguaje del libreto. Son caminos distintos, heredero éste de las corrientes de pensamiento alemanas y el otro fruto de una visión humanista de la gran literatura universal, para llegar a una solución similar: la orquesta es la voz del compositor que habla y grita al espectador.
Hablando de Wagner, pero por lo que aquí hemos comentado también lo podemos referir a Verdi, dice Adorno que su aportación en el uso de la orquesta hace que “el arte de la instrumentación en su sentido fuerte, como participación productiva del color en el proceso musical, de tal modo que ese mismo color se ha convertido en acción, no existía antes de él.»
4.- El humanismo de Verdi y sus lecturas contemporáneas de los textos teatrales.
“Volvamos a lo antiguo y habrá sido un progreso.” Giuseppe Verdi
Verdi no comparte la misión de Wagner ni su dimensión mesiánica de hacer nacer un nuevo arte, una nueva escena y un nuevo drama, sino que su necesidad brota de una dimensión humanista en la que desea despojarse de las herencias belcantistas que un hombre de su sensibilidad considera superfluas. El contexto histórico en el que vive, la lucha contra la ocupación austrohúngara de su territorio, el recuerdo de la desolación napoleónica en toda Europa, con los consecuentes movimientos nacionales, y las ideas propias del romanticismo literario alimentan su espíritu de ideas y conceptos que proyectará igual sobre su música, sobre sus dramas y sobre un nuevo concepto escénico más profundo, real y humano.
Las óperas de Verdi defienden la libertad en su más amplio sentido, la de los personajes, como en el caso de Violetta en La Traviata o la de Gilda en Rigoletto, y la de un pueblo entero, ya sean los etíopes en Aida, los incas en Alzira, los gitanos en Il trovatore o los israelitas en Nabucco. Estos últimos entonan el famoso “Va, pensiero”, como un anhelo de liberación de un pueblo oprimido, igual que lo es el sublime “Patria opresa” de los escoceses en Macbeth.
Pero su mirada doble al ser humano individual y colectivo no sólo afecta a su canto de libertad sino a su comprensión profunda de la naturaleza del hombre. Es ahí donde el humanismo profundo de Verdi va a imprimir un sello personal indeleble en la creación de seres humanos mucho más complejos que cualquiera de sus contemporáneos. La contradicción, la fragilidad, la duda, la culpa conviven en el alma de los personajes tanto como su egoísmo, su ambición, su lujuria o su ansia de venganza. A través de estas delicadas construcciones humanas los personajes se quitan el lastre de cualquier arquetipo anterior para emerger como nuevas creaciones, complejas y poliédricas, siempre vistas a través del prisma compasivo de Verdi, cuyos libretos y sobre todo cuya música trata de comprender quiénes son y cuáles son los motivos que les empujan a un modo de actuar, sea el que sea.
La elección de los temas y el punto de vista sobre ellos son el primer paso de una poética verdiana que se desarrolla después en el foso de orquesta y también sobre el escenario. Su capacidad de crear e inventar verdad escénica y humana pasa del belcanto que hereda, al verismo que anticipa, pasando por lo que podemos llamar el drama verdiano. Su libertad está por encima de cualquier etiqueta y de las cadenas de un estilo, de cualquier categorización moderna o antigua. En sus manos siempre prima la exigencia de la verdad del individuo.
“Yo querría que cualquier joven, cuando se disponga a escribir, no pensase en ser melodista, ni realista, ni idealista, ni futurista, ni todos los diablos que se unen a estas pedanterías. La melodía y la armonía no deben ser más que un medio en las manos del artista para hacer Música, y si llega un día en el cuál no se hable ni de melodía ni de armonía, ni de escuela alemana o italiana, ni de pasado ni de futuro, entonces quizás podrá comenzar el reino del arte”. Verdi no se adhiere a ningún grupo ni a ninguna escuela que no sea la de la verosimilitud humana y la de su deber para con la música y el arte, y así va a contestar a cada una de sus creaciones con una sucesiva más libre y más arriesgada en su labor de búsqueda.
La libertad, la humanidad y la conciencia social de un Verdi situado más allá de cualquier etiqueta estética se convierten en la conciencia cantada de la Italia del risorgimento, que reconoce en esos textos y en esas escenas sus ansias de libertad, y comparte el canto de todos esos coros oprimidos. Su ópera es melodrama y teatro de urgencia al tiempo, ópera que golpea el alma lacrimosa del público y el deseo de pelear por la libertad de una nación asolada, invadida y oprimida que se une a los coros de Aida, de Nabucco o de Macbeth y pide paz y libertad para su pueblo, el del escenario y el de los espectadores. El propio nombre del compositor y el grito revolucionario «Viva Verdi», en las representaciones operísticas de sus óperas se convierte en un manifiesto político al ser un acróstico de Vittorio Emmanuele, Re d´ Italia, cantado frente a los oficiales austríacos como un desafío.
Sin el afán de cambiar el panorama teatral europeo Verdi lo cambia todo. Hace ópera política y social, se atreve con el naturalismo que refleja su sociedad en La traviata, acusándola de no permitir redención para Violetta mientras ella, prostituta de profesión, es la heroína de la obra. También se enfrenta al monumentalismo shakespeariano, tanto trágico como cómico en Otello y Falstaff, que son su herencia musical y la culminación de una larga evolución de estilos. Al ser nombrado verista por su enorme capacidad de generar verdad, él sigue resistiéndose a la etiqueta: “Ah, el progreso, la ciencia, el verismo…! Sé todo lo verista que quieras… Shakespeare era un verista, pero no lo sabía. Era un verista de inspiración; nosotros somos veristas por intención, por cálculo.”
Verdi no quería limitarse a un estilo hermético, pero eso no significa que no haya una organización programática de su trabajo y unas reglas compositivas que van formando una poética muy personal. En ella hay un desarrollo del detalle en el libreto, en la orquestación y en la escenificación de sus óperas, como partes de su método compositivo de la obra. Como moderno humanista se interesa por las evoluciones estéticas y técnicas en la música y la escena. En lo musical, por ejemplo, además de romper la rígida estructura de arias, introduce nuevos instrumentos en su orquesta, e investiga sobre la localización del sonido: coloca en escena u ocultas en los laterales del escenario bandas internas en Aida, Rigoletto o La traviata, un órgano y un arpa en Il Trovatore, para generar una sensación diegética de que la música brota del propio discurso escénico y del tiempo y el ambiente del relato. Aparte de acoger las novedades naturalistas de su tiempo y su afán de verosimilitud en el espacio y vestuario, Verdi colabora con egiptólogos para la elaboración del libreto de Aida, asiste a ensayos de sus producciones, interviene proponiendo soluciones más verosímiles y ajusta la partitura. Una muestra de su interés en que su trabajo sea escénico y no puramente musical lo da en una carta que envía en plenos ensayos de esta ópera a su editor Giulio Ricordi en Milán, en 1871, en la que le pide que se retrase la impresión del libreto y de la partitura de manera que las aportaciones escénicas efectuadas durante el trabajo puedan ser incluidas. También en 1872 en carta a Clarina Maffei, al informarle de las bondades del montaje de Parma, no solamente habla de la orquesta sino también prolijamente de la escenografía y su pertinencia.
Y como testimonio de su intuición teatral, de su capacidad de hacer nuevas lecturas de los textos dramáticos y su constante voluntad escénica quede este reconocimiento de Strehler: “Verdi consiguió con un extraordinario instinto dramático, por su extrema sensibilidad poética y por consiguiente crítica, ir mucho más allá en múltiples aspectos. Consiguió intuir una nueva lectura shakespeariana absolutamente insólita y profunda respecto a la visión histórica en la que estaba encerrada su época. Desde ese punto comienza su continua lucha por las conquistas poéticas, musicales y de contenido y relaciones entre personajes que hacen del Macbeth no sé si una “ópera experimental”, como algunos la definen, pero ciertamente una ópera única.”
5.- La poética wagneriana del espectáculo escénico y su invención integral.
“Odio las cadenas de producción en serie de las grandes fábricas, que les priva a los hombres de la alegría por los esfuerzos de su trabajo, haciendo hombres y productos baratos.”
Richard Wagner
Probablemente esta cita del autor de la Tetralogía nos habla de su pensamiento político y al mismo tiempo del desprecio por lo que él consideraba la cadena de producción en la ópera, que además de producir obras baratas, como él dice, privaba a los hombres de la alegría.
Wagner, al contrario que Verdi, demuestra muy pronto, en 1851 con la publicación de su obra “Ópera y Drama”, su intención de fundar un nuevo género, el «drama musical», y creando sus propias reglas de escritura romper con la tradición operística heredada.
El compositor realiza un acercamiento teórico en su intento de definir la nueva poética que estaba creando y define claramente las relaciones entre la palabra y la música.
Lo explica en el siguiente esquema, claro y cristalino:
» a. – La música expresa únicamente emociones y sentimientos; el lenguaje hablado, si bien anteriormente no fué sólo la representación del entendimiento, poco a poco ha quedado reducido a esta función y ahora no tiene otra; la parte de sentimiento que se separó de él, la expresa la música con potencia incomparable.
b. – En cambio, lo que el lenguaje musical no sabría hacer por si mismo, es indicar la causa precisa de la emoción y del sentimiento, la materia en que aquélla y éste adquieren su exacta significación.
c. – La potencia expresiva del lenguaje musical requiere, pues, un complemento, que se encontrará en la facultad de caracterizar con precisión todo aquello que un sentimiento o emoción pueden contener también de personal y de particular.
d. – Esta facultad no puede obtenerla sino juntándose con el lenguaje hablado.
e. – No obstante, la alianza sólo puede dar buen resultado cuando el lenguaje musical tome como punto de unión con el lenguaje hablado, aquel que pueda hacerlos considerar a ambos como análogos; hay que hacer la unión en el momento preciso de manifestarse en el lenguaje hablado la necesidad imperiosa de un medio de expresión que se dirija directamente a los sentidos.
f. – Pero esto depende únicamente del asunto (es decir, del contenido de lo que se ha de expresar); – de la manera como éste se transforme afectando al sentimiento en lugar de interesar sólo al entendimiento. Un asunto dramático que afecte tan sólo a la inteligencia no puede expresarse más que con el lenguaje hablado; pero a medida que va creciendo la parte de sentimiento, se experimenta más y más la necesidad de otro medio de expresión, y llega un momento en que el lenguaje de la música es el único adecuado.
g. – (Conclusión deducida de esas premisas) Esto establece de una manera concluyente que los únicos asuntos accesibles al poeta-músico son los de orden puramente humano, y liberados de todo elemento convencional .”
Esta relación entre las dos artes, la poesía y la música, va a ir creciendo posteriormente en Wagner llevándole a querer intervenir en todas las facetas de la creación para convertirse en el artista total que deseaba ser. No le es suficiente ser poeta y músico como nunca nadie lo había sido, no le es suficiente escribir los libretos de sus propias obras e inventar un nuevo género, quiere intervenir en la escenografía, en la pintura, en la danza, en la iluminación y hasta en la arquitectura del edificio teatral. Con esta suma de artes, y como consecuencia de su capacidad de inventar una obra de arte integral o total, Wagner desarrolla ese concepto de obra total o Gesamtkunstwerk.
Sus últimas creaciones serán la culminación de este concepto y de su método compositivo, en el que como Verdi, participa de los ensayos, de la escenografía y de todo lo necesario para la creación de la obra. Es más, en el caso de la fundación del nuevo templo para su drama musical en Bayreuth, gracias al apoyo de Luis II de Baviera, Wagner intervendrá en el diseño del nuevo teatro, que debe ser un templo para ese nuevo arte total. La colocación del foso de orquesta bajo el escenario, de modo que la sensación sea mucho más envolvente, y al mismo tiempo compense la relación entre voces y una enorme masa orquestal como la que él usa, buscando el efecto contrario del de la localización del sonido que buscaba Verdi con sus efectos diegéticos, pretende potenciar la sensación de orquesta como narrador omnisciente y omnipresente cuyo sonido rodea y golpea al espectador desde todos los frentes. También será un gran innovador en el uso de la iluminación en el teatro y el primero en apagar la sala.
Todo es totalizador el Wagner, todo responde a un plan titánico, incluso mesiánico podríamos decir, en el que él es el nuevo poeta de la verdad absoluta y tiene la misión de crear un nuevo arte y una nueva ópera que sea la manifestación profunda de una nueva era. Dentro de esa concepción, la Tetralogía, El anillo de los Nibelungos (compuesta por El oro del Rin, Sigfrido, Las Walkirias y El ocaso de los dioses) se presenta como una visión completa del origen de la cultura y de los dioses del Rin, como una cosmogonía sobre la llegada, ascenso y decadencia de los dioses. La dimensión de la narración cobra en Wagner dimensiones épicas, por lo que la duración de muchos de sus títulos es superior a las cuatro horas (que en el caso del anillo hay que multiplicar por los tres títulos que la componen y sumar el prólogo, más breve). El tamaño sí importa en Wagner, el de la orquesta, el de cada acto y el de la importancia de la narración para su cultura y su pueblo, de un modo más racional y analítico (en eso no hace más que ser fiel a su carácter germánico, tal y como Verdi lo es al itálico).
También es definitorio de su modelo operístico el programa, la planificación exhaustiva no sólo del argumento general sino de sus partes, del libreto y de la configuración orquestal, de la distribución de motivos musicales en la narración, de Leitmotiv musicales, que tendrán después una proyección escénica.
La revolución wagneriana en la ópera afecta también a la temática, a la filosofía y a la dimensión social. Es ésta última el músico hace un viaje extremo que le conduce desde su participación en movimientos sociales radicales y en la revolución liberal de 1849 en Dresde a su connivencia con una monarquía excéntrica y aristocrática en sus gustos artísticos como la de Luis II de Baviera, no falta de conflictos y tensiones. En lo que se refiere a la filosofía, Wagner aprende las teorías de Schopenhauer, de las que toma elementos kantianos y también referencias orientales (confiesa en su Diario haber practicado máximas budistas), pero se aleja de ambas al dotar de una presencia e importancia en sus obras del amor sexual, como podemos percibir de manera evidente en la bacanal del Venusberg con el que comienza su ópera Tannhauser. En sus afinidades filosóficas es reseñable la amistad que el músico entabla con Nietzsche, quien le tiene una inmensa admiración, considerándolo como el restaurador del arte griego. Algunas evoluciones temáticas de Wagner, como las concesiones cristianas que Nietzsche cree encontrar en Parsifal provocan un alejamiento radical de éste. Pero más allá de estos matices, en la temática y el paisaje humano de sus dramas es constante la presencia de los mitos fundacionales germánicos y la presencia de héroes y dioses que tienen, como reflejo suyo, una misión que cumplir, y se debaten entre su cumplimiento y las debilidades que se lo impiden. Donde las óperas verdianas mostraban a un nuevo hombre, doliente, contemporáneo y complejo, en Wagner encontramos al héroe de un nuevo tiempo, humano y frágil, dubitativo y confuso quizás, pero siempre, como él, consagrado a su misión.
6.- La continuidad en la narración.
“La música es la taquigrafía de la emoción.” León Tolstoi
La ópera que encontraron Wagner y Verdi cuando accedieron al universo musical de su época, seguía manteniendo una estructura muy rígida, en la que se sucedían arias, escenas y cabalettas, alternadas con recitativos acompañados, dúos, tercetos y algún concertante. La composición de los libretos se realizaba conforme a estos números de lucimiento, y al igual que en la retórica metastasiana del siglo XVIII, la alternancia entre recitativos informativos y arias expresivas era una seña de identidad de su estilo, a veces sustituídas aquí por duettos.
Ambos piensan en una narración completa y absoluta, integral en su duración y transversal en la aportación se signos sonoros y visuales, y también comparten la idea de Tolstoi sobre la necesidad de la música de ser un registro taquigráfico de las emociones de un ser humano. Por eso ninguno de los dos quiere detener el universo de la narración para hacer un número de antología que quede en el oído del espectador aislado del resto (como sí existía en la intencionalidad rossiniana, por ejemplo), sino que el valor de la obra completa está por encima de las concesiones a cada una de las partes. En Verdi vemos un camino progresivo enorme desde sus primeras óperas donde aún despieza la obra en números muy definidos, al estilo del belcanto, preocupado por el lucimiento de los cantantes y la convención de sus momentos de gloria vocal, a las últimas, en las que el continuum sonoro no acepta esta fragmentación. Algo similar sucede con Wagner, que en sus obras herederas del romanticismo alemán y su influencia italiana, aún deja entrever números cerrados dentro de cada acto, mientras que acabará tendiendo a su concepto de melodía infinita.
La melodía infinita es una de las innovadoras propuestas compositivas de Wagner, y unida al concepto del Leitmotiv, cuyo uso consciente se articula como elemento estructural y vertebrador de la obra, serán legados que marcarán el futuro de la composición musical, operística e incluso escénica hasta la actualidad. La idea de la melodía infinita es la de una línea melódica sin fin en la que no hay regreso a un estribillo o repetición variada del mismo tema sino evolución constante de la misma moldeada con arreglo a los Leitmotiv que necesita la narración y a las alusiones a esos elementos significantes. Según Wagner, y de acuerdo a su visión histórica y a su misión de compendiar en sí mismo toda la cultura germánica, proviene de los orígenes, de Johann Sebastian Bach, quien en obras como El clave bien temperado o en pasajes de la Pasión según San Mateo ya desarrolla temas melódicos sin retorno ni repetición.
También están en otro de sus admirados, Beethoven, cuyas sinfonías son libérrimas estructuralmente, como la ya citada séptima en la que la introducción es en sí misma un número aparte sin concesiones estructurales de ningún tipo más que a sus necesidades expresivas. El titán romántico de la libertad demuele las normas de las sinfonías, las sonatas y los cuartetos cuando éstas constriñen sus necesidades emotivas y expresivas, y esa herencia la toma Wagner, quien cita en su ensayo titulado La música del futuro a Beethoven como inventor de una melodía incesantemente expresiva, sin fórmulas preformadas.
Podemos afirmar que parte de esa revolución beethoveniana, que consiste en no aceptar que la forma musical o la fórmula compositiva esté por encima de la obra o de su contenido, será el germen del camino que Verdi y Wagner deberán hacer, por vías distintas, en la ópera.
El drama musical de Wagner, como él dará en llamar a sus óperas en su búsqueda de una nueva fórmula, tiene que ver con este afán liberador, y asimismo el devenir estructural de las óperas verdianas de su período de madurez. El propio compositor reconoce que ahí se encuentra el problema esencial de la escritura de Lohengrin, por ejemplo, en acertar con la forma sinfónica adecuada para el drama musical. En su opinión, además de la rigidez de la estructura de la ópera italiana, había otro problema que es el desaprovechamiento de la orquesta, cuyo potencial narrativo y expresivo se perdía al pedirle ser un simple elemento de acompañamiento al servicio de la voz y del lucimiento de los cantantes. Wagner libera la orquesta de estas ataduras y le da, en su continuidad y expresión sinfónica, y en su devenir en temas largos y desarrollados más allá de su ser sustento del canto, una nueva misión.
Verdi, sin embargo, nunca renunció a la melodía concreta, reconocible y específica de un número, un aria o una obertura, que era un patrimonio de su infancia y de su tradición musical, la italiana. Si algo brotaba irrefrenablemente de su cabeza, como antes lo había hecho en la imaginación de Rossini o Donizetti, eran melodías luminosas capaces de conquistar y embriagar a un público que salía de los coliseos tarareando o silbando un tema de fácil recuerdo y sintonía pegadiza. Esa facilidad melódica que sigue conquistando a los públicos de medio mundo, y que aún hoy es uno de los grandes patrimonios del mundo, lírico surge en la ópera italiana de manera brillante y desmedida. En las óperas de Verdi oímos una y otra vez giros y sintonías hermosísimas, algunas que podrían tener el potencial de ser un Leitmotiv por su belleza, que se acaban perdiendo en el marasmo de tanta exuberancia melódica. A esta frescura de la escritura, que atenta contra la rigidez del plan wagneriano de composición, han sucumbido y sucumben espectadores de ayer y hoy, como el compositor Igor Stravinski cuando afirmaba rotundamente: «Encuentro más enjundia y más música en La donna é mobile, por ejemplo, que en todas las vociferaciones de la Tetralogía»
A pesar de esta admiración por su melodía y del éxito que el compositor de Busseto obtiene en una Italia en la que cantan su melodías en las calles y en los palacios, en la que desde los gondoleros venecianos al propio Cavour saben sus canciones (se sabe que este último, al recibir noticias de la victoriosa batalla en 1859, desde el balcón se dirigió a las masas emocionado llamando a las armas con la cabaletta de Il tovatore), él consigue en la evolución de su estilo domesticar la melodía y no plegarse a ella. Sin caer en la planificación fría y mecánica del uso del Leitmotiv, sí desarrolla un sistema de alusiones y citaciones de un elemento melódico para conseguir que la narración sea única y totalizadora, abandonando el sistema en el que crece, caracterizado por la sucesión de melodías brillantes, muchas veces inconexas y sin correlación en el drama.
Esta continuidad narrativa crece hasta llegar a su clímax en Falstaff , su última ópera, en la que directamente no existe división en números musicales, pero ya la podemos encontrar en óperas anteriores como Rigoletto o Aída. Se sabe que en la primera de ellas Verdi fue duro con la soprano que cantaba el papel de Gilda cuando ella reclamó tener un aria de mayor virtuosismo (a pesar de contar ya con uno, el caro nome): «Tengo pensado Rigoletto sin arias, sin finales, como una secuencia interminable de dúos». Finalmente sucumbe y escribe arias, pero dentro de la continuidad del relato, como la famosa La donna è mobile cuya eficacia escénica va más allá del efecto estético de un hermoso cantábile, al ser un elemento de reconocimiento del personaje, pues usada fragmentariamente en dos bloques genera un efecto de anagnórisis al reconocer en esa voz el protagonista, Rigoletto, que si aún canta el duque de Mantua, el cadáver que él lleva en su bote no es el deseado, descubriendo así que es su propia hija.
Esta búsqueda de la continuidad dramática y musical, despreciando el aria como elemento aislado de lo que le rodea, aparece también en Aída, en cuyo segundo acto hay un camino hacia la escena final del triunfo sin apenas interrupciones y en el tercero una verdadera sucesión de dúos que a veces desembocan en ariosos sin perder la continuidad. Se acabó el tiempo de la última concesión a los divos del pasado, hacer un final conclusivo a cada aria para que el público vitoree y grite bravos: la ópera está por encima de la suma de sus partes.
En 1882 en Venecia, donde murió Wagner un año más tarde, escribía su esposa Cósima (hija de Franz Liszt): «R. recordó una melodía de Verdi que escuchó cantada ayer como dueto en el Gran Canal; la canta para mí y se ríe a carcajadas con un arrebato similar al de la rabia «. En esta burla subyace el reconocimiento de la popularidad de una melodía que conquistaba la calle y que cualquiera podía cantar o silbar, y quizás acaso un punto de envidia por ello. También existe en esa ingenua afirmación, una visión de su enorme confrontación estética.
7.- La obra de arte total: de la Gesamtkunstwerk wagneriana al drama verdiano.
“La obra de arte del futuro”
Richard Wagner
Con este ampuloso lema, la obra de arte del futuro, titula Wagner uno de sus escritos en el que analiza las cualidades que debe tener el nuevo género lírico, su drama musical, y en el que recalca que uno de los valores debe ser la total implicación artística de las más diversas disciplinas. Así nace el concepto de la obra de arte total o Gesamtkunstwerk que otorgará a la ópera, al drama musical en concreto, la más alta distinción artística al ser el género en el que se da la colaboración artística más profunda e integral.
La suma de las artes es un ideal que está en el origen de la tragedia, y que ya en la Poética de Aristóteles viene citado de manera explícita al concitar sobre el escenario literatura, música y drama. Asimismo está en el origen del género lírico moderno, en los impulsos italianos de las cameratas florentinas de finales de cinquecento que darán lugar a la ópera que hoy conocemos. En uno y otro momento existe la suma de artes ya que hay quien escribe el texto, quien lo música y quien elabora la escenificación, con todos los elementos que ellos implica. No es por tanto la suma de artes lo que caracteriza la revolución wagneriana sino la programación calculada de esa colaboración entre ellas desde el origen mismo del proyecto de una nueva ópera, y la voluntad totalizadora del uso de todas las disciplinas de una manera coordinada.
Probablemente la influencia de la filosofía de Schopenhauer y su reflexión sobre la belleza, unida a su visión oriental sobre la armonía entre los diferentes elementos estén en el germen de esta revolución, que pretende una sinestesia en la percepción, y que la suma de los instrumentos expresivos golpee al espectador con una fuerza superior a la suma de sus partes. El principio de retroalimentación entre signos literarios, sonoros y visuales se basa en la planificación de todos ellos en función de la narrativa y en la articulación de líneas conceptuales que generan una estructura reconocible consciente o inconscientemente por el espectador. El Leitmotiv no sólo musical, sino visual o textual también, supone una forma reconocible y un método compositivo en el que todo signo tiene un desarrollo a lo largo de toda la obra, y funciona por analogía o contradicción con los otros motivos de la obra.
Hoy en día consideramos natural esta integración de las artes para la composición de obras escénicas, pero en tiempos de Wagner, acostumbrados a la velocidad de la producción del belcanto, con un sistema de reciclaje de urgencia de libretos, música y decorados, con pocos ensayos y muchas concesiones a los cantantes, la irrupción de este nuevo sistema supone una revolución copernicana, en la que la visión integral de la obra condiciona el trabajo y el desarrollo de cada una de sus partes y no al contrario.
Wagner pretende que esta obra de arte total sea, por tanto, una síntesis de todas las artes. Con esta suma pretende, como dice Arnold Hauser, llevar al espectador a la borrachera de los sentidos basándose sobre todo en la poderosa envoltura orquestal, pero potenciada esta por el sentido del texto, de la interpretación y de todos los elementos de configuración visual del espectáculo. Podríamos decir que el drama lírico wagneriano combina esa fuerza de las grandes pasiones con los valores nacionalistas en un desarrollo largo y complejo a lo largo de la obra, fundiéndose en él lo literario y lo musical, lo sonoro y lo visual, para dar lugar a la famosa obra de arte total, la Gesamtkunstwerk.
A Wagner le debemos nuevas ideas sobre la combinación de todos los elementos de la escenificación, o ser el primero en apagar las luces de la sala para concentrar la atención en el escenario durante las representaciones, además de importantísimas innovaciones técnicas en la maquinaria escénica, la introducción del foso para la orquesta o la iluminación, para darle un carácter sagrado a la representación. Todas estas innovaciones las pudo desarrollar en su teatro de Bayreuth, diseñado por él y construido gracias al mecenazgo de Luis II de Baviera, donde pudo desarrollar estos conceptos y estrenar de acuerdo a ellas su última ópera, Parsifal.
En el caso de Verdi no hay un programa premeditado o un plan compositivo explicado tan al detalle, pero sí el mismo camino progresivo de integración artística. De los que él llama sus años de galera, en los que tiene que escribir aceleradamente un título tras otro para cumplir con las peticiones de los grandes coliseos italianos, irá poco a poco emancipándose para encontrar la serenidad y el tiempo de encontrar nuevas fórmulas compositivas y una nueva dramaturgia musical. Entonces se abre un período fructífero en el que las circunstancias le permiten poner en práctica las ideas que ya aparecen sugeridas en las primeras obras: una elaboración más compleja del personaje que exige nuevos cantantes y unas condiciones de representación verosímiles, capaces de transmitir el mismo nivel de verdad con el que están descritos esos seres humanos. Verdi comienza a dedicar más tiempo y dedicación al trabajo con el libretista, busca nuevas historias, negocia con los teatros las condiciones de las producciones y los equipos de directores, escenógrafos y vestuaristas, participa en la elaboración de los repartos e interviene en todos los puntos de la puesta en escena que sean esenciales para representar la ópera tal y como él la imagina. Todo lo que desarrolla escénicamente lo anota con minuciosidad en las ediciones de sus partituras, que están llenas de anotaciones sobre la expresión, el movimiento actoras, las masas, los objetos, el espacio y la luz. Es su manera particular de llegar a la obra de arte total.
8.- El personaje operístico como una nueva concepción del ser humano.
“El hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando reflexiona.” Friedrich Hölderlin
En contraposición con su capacidad de crear un nuevo espectáculo operístico más integral y monumental, o como complemento del mismo, Verdi y Wagner ahondan en su mirada al ser humano, en un doble sentido: elaborar un nuevo concepto de personaje, más real y complejo, y buscar un tipo de cantante capaz de abordarlo desde un trabajo diferente.
En este último apartado la moda del belcanto y el virtuosismo pirotécnico vocal llegó a su fin durante la juventud de los compositores, y ellos pudieron así comenzar a utilizar en sus composiciones a cantantes con una técnica, una expresividad y un entrenamiento distinto. Verdi, en sus obras de madurez, y Wagner privilegiaron a cantantes que pusieran en valor el texto y su expresión, y que pudieran declamar cantando y llenar así su interpretación de matices, más que dar notas imposiblemente agudas o cantar virtuosísticamente veloz.
Tannhauser, Lohengrin, Parsifal, Siegfried, Tristan, Isolda, etc. Wagner crea enormes personajes, titánicos, en los que fundamenta los grandes valores de su pueblo, extraídos de las leyendas de los Nibelungos y de la historia del Santo Grial perdido y les permite vivir historias intensas y largas, con grandes posibilidades para el desarrollo en el tiempo y el espacio. El desarrollo del personaje en el tiempo y en el argumento es inmenso y así, en su opinión, devuelve la verdad profunda al ser humano, hecho de nuevo, como él dice, de carne y hueso.
«Si el hombre en la vida rinde homenaje al principio de belleza, si se regocija de esta belleza manifestada por su cuerpo, el sujeto y la materia artística de la reproducción de dicha belleza son el hombre mismo, viviente y perfecto. Su obra de arte es el Drama y la redención de la plástica es precisamente la desmitificación de la piedra, el retorno al hombre de carne y hueso, el paso de la inmovilidad al movimiento, de lo monumental a lo actual». R. Wagner
Su personaje nace, vive y muere a la vez en su condición teatral y musical y en la misma mente creadora, la suya. Es una realidad titánica en la que desemboca toda la fuerza creadora, literaria, sonora y plástica, y a través de la cuál su mensaje llega al espectador de su tiempo, al que se muestra un mundo nuevo.
La fisionomía del personaje verdiano no parte de la épica, a pesar de que en muchos casos se trata de reyes, héroes, liberadores de un pueblo, generales victoriosos, princesas y hechiceras.
La composición parte de lo interior, de su fragilidad y su verdad íntima, de la duda y la sensibilidad, y sobre todo de la mirada compasiva en la que el músico siempre trata de defender los motivos de todo ser humano. Alguien que a priori podría parecernos mezquino, como el bufón deforme que es Rigoletto, complaciente con la aristocracia, amargado sin poder decirlo, obsesionado hasta la enfermedad con la protección de su hija en una corte que sabe perversa y lujuriosa, se convierte en sus manos en un ser humano digno de compasión.
“Precisamente yo encuentro bellísimo representar este personaje, externamente deforme y ridículo, e internamente apasionado y lleno de amor. Precisamente elegí este tema por todas esas cualidades y, si se quitan esos rasgos originales, ya no puedo escribir la música. Se me dirá que mis notas también pueden ir bien con este drama; yo respondo que no comprendo estas razones y digo francamente que mis notas, sean buenas o malas, no las escribo nunca por casualidad y que procuro siempre darles un carácter propio.”
Siempre la música se adapta al personaje y la situación, convirtiéndose en su banda sonora. Los sentimientos en las relaciones paterno filiales serán un hilo conductor en toda su obra y aparecerán en Rigoletto, La Traviata, Il trovatore, Aida, Don Carlo, Oberto y La forza del destino entre otros. En esa relación, así como en la descripción de los personajes femeninos desarrollará Verdi su capacidad de observación, de comprensión profunda y de traducción al lenguaje musical y operístico. Violeta, Aida, Leonora, Azucena o Amneris son algunas de sus más logradas creaciones femeninas, con una sutilidad que dejará en herencia a Puccini.
La protesta contra la injusticia y la opresión, la guerra y la tortura de los derrotados, la dominación y el despotismo de los gobernantes, la persecución política o religiosa son los paisajes ideales para que esos hombres y mujeres exhiban sus finas contradicciones afectivas y morales. Hay una visión profundamente humanista en el retrato de todos los personajes, que viven sus contradicciones y sus motivos (en lugar de explicarlos como en la retórica musical anterior) y hay también un canto de libertad, ya sea de un pueblo oprimido como en Il trovatore o de un personaje arrinconado socialmente como la meretriz redimida en La traviata. En esa pelea por la libertad no se libra nadie en la escala social, desde las princesas etíope y egipcia en Aida al bufón de Rigoletto. Verdi es compasivo con todos ellos a través de su música, y en una muestra de gran generosidad siente una inmediata simpatía humana por todos ellos, que se traduce en una melodía y una orquestación dotada de un calor especial que difícilmente puede pasar inadvertido.
En las partituras verdianas o wagnerianas, a través de la épica o de la compasión, en una narración mitológica o quasi naturalista, los dos compositores demuestran saber, como dice Hólderlin, poner en escena al hombre como un dios cuando sueña (Wagner) o como un mendigo cuando reflexiona (Verdi) mostrando así en escena un catálogo de seres humanos convulsos. Además de ser modernos y espléndidos directores de espectáculos, por todos los motivos que ya hemos citado, son formidables directores de actores como señala Giorgio Strehler: “Habría que considerar, punto por punto, dónde Verdi “señala” un camino interpretativo totalmente nuevo que reinterpreta la tragedia shakespeariana, pero son demasiados. Sería suficiente, por ejemplo, detenerse en la continua la presecia de didascalias dramatúrgicas “para los intérpretes” en muchos dialogos musicales entre Lady Macbeth y Macbeth, con su ”hablado en voz baja, la escena deberá recitarse lo más piano posible, con voz oscura y sombría, muy tenue y con voz oscilante” entre otras muchas acotaciones. Estas indicaciones son, aún hoy, muy difíciles de llevar a cabo incluso por cantantes habituados a la experiencia del Sprechgesang (del alemán, hablar cantando) pero totalmente inconcebibles para los “monstruos sagrados” de la época verdiana. Esta tesitura dramática vocal, este concepto dramatúrgico, que podemos denominar ya como algo propio “de la puesta en escena”, está en el esqueleto de la obra verdiana.”
9.- Las consecuencias escénicas en su presente y en el nuestro y la lucha entre Wagnerianos y Verdianos.
La escena contemporánea es, de manera consciente o inconsciente, heredera de los universos que crearon Verdi y Wagner y a ambos debemos muchos conceptos de uso habitual hoy en día. La idea de Leitmotiv en la narración audiovisual, la humanidad compasiva y épica de sus personajes, la obra de arte total como suma de las artes, la utilización de la luz para concentrar la atención del espectador o la espacialización del sonido para hacer de la música un elemento diegético que brote del discurso serían solamente algunas de sus aportaciones.
La música escénica y cinematográfica hasta hoy, en su línea wagneriana de disolución de la armonía o en la eficacia y emotividad melódica también son herencia de ambos.
La influencia de Wagner golpeó a Marcel Proust, quien reconocía en la mística del compositor y especialmente en su Parsifal una influencia determinante en el plan y el desarrollo de su magistral y extensa novela En busca del tiempo perdido. Baudelaire, Nietzsche, Bernard Shaw, Mallarmé son otros nombres ilustres de quienes quedaron embaucados por la fascinación wagneriana, y no falta quien hasta hoy en día defiende que para hablar de Europa se debe hablar de Bayreuth. Probablemente Wagner haya sido el artista europeo más discutido de la segunda mitad del siglo XIX. En la escena no ha dejado indiferente a nadie, y los grandes nombres de la escena contemporánea, primero en nombres como Adolphe Appia o Edward Gordon Craig y más tarde Robert Lepage o Patrice Chereau, pasando por Giorgio Strehler o Robert Wilson, son una muestra de ello.
Tampoco es desdeñable la influencia verdiana, no sólo en la escuela verdiana, desde Visconti y su homenaje verdiano en Senso a Zeffirelli o Ronconi, pasando por Giorgio Strehler, sino en la escena internacional, con una presencia podríamos decir que casi hegemónica. Si leemos sus propias opiniones podría parecer que Verdi vivió siempre tratando de mirar con veneración respetuosa hacia un pasado mientras Wagner inventaba una ópera nueva, pero si lo analizamos con perspectiva veremos que ambos renovaron el género desde sus diferentes puntos de partida, y que el debate sobre sus poéticas contradictorias sigue vigente.
Como una muestra de esta tensión entre ambos proyectada sobre el futuro encontramos este fragmento que incluye Igor Stravinsky en su poética musical: “Nada muestra más a las claras el poder de Wagner y de ese Sturm und Drang que él desencadenó, que esa decadencia que consagró en su obra y que no ha cesado de tomar formar después de él. ¡Qué fuerza debió de tener este hombre que pudo romper una forma musical esencial con tanta energía que, aún hoy, cincuenta años después de su muerte, vivimos abrumados bajo el peso del farrago y la batahola del drama musical! Pues el prestigio de la Gesamtkunstwerk (obra de arte total) está aún vivo. ¿Y es esto lo que llamamos progreso? Puede ser. A menos que los compositores no encuentren la energía para librarse de esta herencia abrumadora guiándose por la admirable consigna de Verdi: “Torniamo all’antico e sarà un progresso!” Igor Stravinsky
Ha existido quizás en la historia un cierto complejo de superioridad en esta pugna estética. Los wagnerianos sentían algo de vergüenza y superioridad ante la popularidad, casi vulgar, de la melodía verdiana, cantada por los gondoleros a los que el compositor escuchaba y que sigue oyéndose en las plazas de Italia y de medio mundo. “Escuchamos a noche el Réquiem de Verdi, una obra sobre la cual, ciertamente, lo mejor sería no decir nada» anotó Cósima Wagner en su diario en 1875. Verdi nunca atacó el estilo del alemán y fue siempre más tolerante que Wagner, llegando a la admiración y a juzgar que el segundo acto de Tristán e Isolda era «la creación más sublime del espíritu humano». Quizás sí hubo en él un sentimiento de frustración al sentir que la valoración de los intelectuales europeos se decantaba siempre hacia Wagner dejándole a él en el trono de la música popular, pero sin la consideración del otro. No obstante, en 1883, cuando murió Wagner, Verdi fue generoso una vez más y dijo en público que había muerto un gran hombre, que era una desgracia para el arte y que le producía una enorme tristeza. Aun así, resistió hasta donde pudo la llegada de la música de Wagner a Italia y la moda casi impuesta, y sus Otello y Falstaff son testimonios de fidelidad a su propio estilo, en una época de dominio de las ideas wagnerianas. Pretendía ser fiel a sus mayores, y consideraba una traición romper su árbol genealógico musical. «Si nosotros, que procedemos de Palestrina, empezamos a imitar a Wagner, cometemos un crimen musical.»
Durante mucho tiempo la posición de neutralidad en el conflicto entre ambas poéticas parecía algo imposible; hoy en día por fortuna es habitual que escuchemos en días alternos obras de ambos compositores sin tener que elegir. En esta posición neutral ya se situaron en su día quienes aceptaron la calidad de ambos, encabezados por Liszt, quien a pesar de ser suegro de Wagner y de compartir su poética (no en vano él le enseño la senda que conducía a la atonalidad) realizó espléndidas transcripciones para piano y paráfrasis de temas operísticos verdianos. Pero sigue habiendo radicales de ambos bandos y la disputa ha renacido con fuerza en la celebración del 200 cumpleaños de ambos compositores.
Cuando en el pasado mes de diciembre Daniel Barenboim decidió abrir la temporada del bicentenario 2013 del Teatro alla Scala de Milán con Lohengrin , estalló de nuevo el conflicto. «La elección es un golpe al arte italiano, una bofetada al orgullo nacional en tiempos de crisis –publicó ardidamente un artículo del Corriere della Sera-. ¿Habrían los alemanes inaugurado el año Wagner con una ópera de Verdi?» Incluso se especuló con que la ausencia de Giorgio Napolitano, presidente de la República, en el exitoso estreno era una protesta velada por semejante decisión.
Este hecho puntual no hace sino reflejar el complejo de inferioridad que el sur europeo, el musical también, ha tenido históricamente al norte, valorando siempre su densidad intelectual por encima de la inspiración y el talento creador, y anteponiendo la estructura a la melodía en su criterio, a pesar de ser la envidia del mundo por sus fascinantes temas. Sigue en esas consideraciones el debate latente entre los dos compositores, que trataban de reflexionar sobre la identidad de sus pueblos a través de las obras de arte. Wagner escribió en Arte y revolución lo siguiente: » mientras la obra artística griega expresaba el espíritu de una nación espléndida, la obra de arte del futuro intenta expresar el espíritu del pueblo libre, que no se cuida de fronteras nacionales. El elemento nacional, en ellas, debe ser sólo un ornamento, un atractivo individual y agregado, y no un límite que la confine». El pensamiento político de Wagner es complejo y evolutivo, con hitos significativos en su participación en 1849 en la revolución de Dresde y su vinculación con el anarquista Bakunin.
Frente a quienes dicen que el wagnerianismo es un movimiento más internacional y europeo mientras que la renovación verdiana un patrimonio puramente italiano, podemos argumentar con los datos duros de la presencia de ambos compositores en los teatros líricos de todo el mundo, que demostrarán sobradamente que la presencia verdiana en los coliseos líricos del mundo (a veces incluyendo los propios teatros alemanes) es muy superior a la de Wagner, ¿no es esa quizás una venganza póstuma y un reconocimiento artístico e intelectual a posteriori hacia Verdi? ¿Qué pensaría el creador de la obra de arte total si viera que en el top ten de la lírica (en cuanto a número de representaciones en los grandes teatros del mundo) hay cuatro títulos verdianos (Rigoletto, Aida, Il Trovatore y La traviata, esta última normalmente en el número 1) y ninguno suyo hasta el puesto número veinte? ¿Significa eso que Wagner sigue siendo un compositor para élites y Verdi un compositor popular o quizás la ópera del futuro wagneriana aún está esperando a que su público, el del futuro, llegue?
Pero no todo es confrontación, y los guiños entre los dos creadores se siguen sucediendo. Verdi quería titular La Traviata como Amore e morte, casi una traducción literal de la Liebestod , «muerte de amor» del Tristán wagneriano. Además en ambas óperas, completamente distintas, hay un preludio que anticipa la agonía y la muerte de amor de Violeta e Isolda.
Wagner y Verdi se encuentras en esa visión del romanticismo tardío que no renuncia a los grandes temas sentimentales, vistos desde posiciones completamente diferentes. También comparten los dos la misión social, que les llevó a participar en su senectud en proyectos políticos, de cuño muy diverso y propio de su identidad: mientras Wagner se consagró a Bayreuth, como proyecto cultural del gobierno Bávaro de Luis II, Verdi, una vez constituida la República Italia en 1860, fue primero diputado y después senador, con la carga simbólica que suponía que un icono de la lucha como él fuera representante de ese pueblo liberado.
Las connotaciones políticas e ideológicas de Wagner y Verdi también han corrido suerte diversa. Verdi siempre se ha asociado con el humanismo italiano y su figura jamás ha abandonado un aura de integración del país, tanto como en el Risorgimento, por lo que hoy en día sigue siendo un patrimonio de todos, sea cantando la marcha triunfal de Aida en apoyo a la squadra azzurra en un partido de fútbol o entonando en defensa de la cultura el “Va pensiero” de Nabucco, en la ópera de Roma, con Riccardo Muti dirigiendo al público en uno de los actos más emotivos y simbólicos de la historia teatral europea del nuevo siglo.
La posición de Wagner y sus escritos frente a la cuestión judía en el siglo XIX son de una naturaleza desgraciadamente frecuente en su época y se pueden encontrar hasta en Marx. Sin embargo, su obsesión nacionalista, la construcción de un pasado glorioso de la nación, y su visión pangermanista sirvió de inspiración intelectual a los nazis y fue aprovechada para apropiarse de su baluarte musical como himno de sus atrocidades, consagrando esta relación en las visitas de Hitler a Bayreuth con el beneplácito de los herederos del compositor. Esta funesta relación ha contaminado el sentido de su música de un modo incuestionable, como podemos constatar con la prohibición de ejecutar sus partituras en Israel durante más de medio siglo, y donde sigue habiendo protestas y enfrentamientos cada vez que se hace. También en la sonrisa que nos provoca el director norteamericano Woody Allen cuando saliendo de una representación wagneriana del Metropolitan de Nueva York, en su película Misterioso asesinato en Manhattan, no se puede contener y dice: «Cada vez que escucho a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia.»
Ignacio García, Julio de 2013