La Bohème en el Liceu nos ofrece los cuatro cuadros en los que Giacomo Puccini pone música a la vida bohemia de un libreto basado en la obra de Henri Murguer, pero también a la de sus propios años de formación en Milán, donde compartía un cuartucho con Pietro Mascagni.
Cuatro artistas malviven en una buhardilla de París, su caracterización vocal recalca este grave punto de partida con tres bajos, el filósofo Colline, el músico Schaunard y el pintor Marcello, y un tenor para el escritor Rodolfo. Estos dos últimos enamorados de dos mujeres antagónicas que comparten el mismo registro de soprano, respectivamente la femme fatale Musetta y la delicada Mimí.
Estéticamente, la dirección escénica de La Bohème en el Liceu de Jonathan Miller, ha desplazado la escena del París decimonónico a los años 30 del siglo XX, con la intención de que la afinidad entre un público contemporáneo que conoce esa época a través del cine y la fotografía, sea la misma afinidad que vinculaba al público del primer estreno con el imaginario de la época original del libreto. El desplazamiento tiene sentido histórico, si pensamos que hasta entrado el siglo pasado jóvenes artistas como Ramón Casas, Rusiñol o Picasso solían viajar a París a “hacer la bohemia”, y los detalles están bien encajados: la necesidad de velas se soluciona con un corte eléctrico y por lo demás todo discurre sin mayores inconveniencias, salvo la desaparición del eco entre la puerta-aduana de la ciudad en el tercer cuadro, la Barrière d’Enfer, donde se ha de pagar un precio por pasar y el precio que Rodolfo ha de pagar para preservar la vida de Mimí, inventar una mentira para que ella deje de amarlo y pueda buscar quien cuide su salud.
La inteligente escenografía de Isabella Bywater consiste en dos construcciones que replican dos pequeños edificios de planta baja y primera. Cinco figurantes bastan para hacer pivotar cada una en sentido contrario en breves cambios de escena y su composición está minuciosamente resuelta para ir componiendo arquitecturas con sentido formal y escénico sin que sobre ni un detalle. Tres combinaciones distintas hacen encajar la buhardilla de los bohemios, el Café Momus en el Barrio Latino y las calles de unos suburbios.
Hasta el entreacto, el malvivir de los personajes no acarrea sin embargo una mala vida sino una mezcla de alegría por el presente, agudeza y picaresca: frente al frío, el despropósito de alimentar la estufa con el drama recién escrito por Rodolfo (las páginas crepitan porque contienen besos, dice), frente al hambre la llegada de algo de dinero y comida bastan para fingir exultantes un banquete mientras el correcto Shaunard de David Menéndez explica haberlo conseguido haciendo desfallecer a un loro con su música, y frente al puntual pago al casero, encarnado con gracia por Fernando Latorre al igual que su otro personaje más adelante, el ingenio de llevarlo a contar después de unos vinos su afición a las mujeres ante la que se fingen ofendidísimos por su esposa, lo echan de la casa y dividen la mensualidad para irse de comilona.
El encuentro de Rodolfo y Mimí tiene un hermoso montaje general, la luz se concentra sobre ellos en contraste con la oscuridad circundante, y mientras ella busca su llave bajo el sofá él toma su fría mano y la hace erguirse para que el blanco de su pañoleta y los puños de su vestido reflejen la intensa luz del foco hasta dejarnos tan deslumbrados como al propio Rodolfo, interpretado por Saimir Pirgu (en sustitución de última hora de Matthew Polenzani). Su fascinación por Mimí en el aria «Che gelida manina» logra el aplauso del público si bien no sobrecoge tanto como la réplica de Mimí con la hermosa voz de Eleonora Buratto, su delicadeza, elocuencia e intensidad se gana un amplísimo aplauso.
En el cuadro segundo la joie de vivre inicial inunda del Barrio Latino frente al Café Momus, el coro forma una elocuente masa a la que se añaden fanfarrias, vendedores y niños que dan paso a la presentación de la otra pareja, la libertina y dominante Musetta, que Nathalie Manfrino dota de una gestualidad atinada, y cuya interpretación vocal recorre sin altibajos las líneas del personaje desde la comedia inicial con su pusilánime benefactor hasta su reconciliación con Marcello.
Las dos primeras escenas comparten un primer cuerpo en torno a la fiesta y al esperpento y un segundo donde se construye la tensión íntima entre dos enamorados. La orquesta de Marc Piollet acompaña correctamente y aunque su labor ambiental es certera, en ocasiones su carga dramática se aleja de la de los personajes, especialmente en el la comilona imaginaria del primer acto.
Tras el entreacto, el malvivir de los protagonistas se imbuye de realismo; el frío y la miseria acarrean un deterioro y el tiempo transcurrido les ha arrebatado su inmunidad a las aristas de las circunstancias. De los sucesivos duetos que estructuran el tercer cuadro los dos primeros tienen a Marcello como mediador. Artur Rucinski sabe sortear con aplomo el desconsuelo de Mimí y las confesiones de Rodolfo con una interpretación rica y versátil que logra pasar al contrapunto cómico-belicoso con su Musetta sin perder tino.
En el último cuadro, el director de escena crea un momento de gran tensión haciendo al público partícipe de dos escenas simultáneas, mientras bohemios y orquesta bailan dislocados una especie de rigodón en su buhardilla, llegan a la escalera Musetta con Mimí, que se desvanece en el primer peldaño. Nadie oye los golpes de Musetta en la puerta y la ansiedad de ver cómo se anima la fiesta se prolonga durante largos segundos.
Para costear un médico de urgencia el Colline de Paul Gay decide empeñar su abrigo en su aria “Veccia zimarra” que no cala en el público. Rodolfo coge las gélidas manos de Mimí y la acomoda en el sillón donde las cogió por primera vez conforme se acerca el desenlace.
Félix de la Fuente