Concluyen este mes de abril tres icónicas coreografías del checo Jiří Kylian con las que el Ballet de l’Opéra de Lyon ha copado el Gran Teatre barcelonés.
Un sugerente repertorio de cuerpos engastados en telones que despliegan y repliegan cuadros en «Bella figura»; los floretes dúctiles como tendones sensuales en «Petit Morte» sobre música en directo de Mozart con el certero Santiago Serrate a la batuta; y la caída de Ícaro de «Wings of wax» al son de una heterogénea reunión de piezas de cuerda que despliega a Heinrich von Biber, John Cage, Philip Glass, Bach y Sitkovetsky. Su heterogeneidad goza, sin embargo, de una asombrosa contigüidad narrativa, estética, y conceptual, y de algún modo, la insistencia de la cuerda parece sumergir obsesivamente a los bailarines y al espectador en la fricción vibrada que el vuelo ha de producir en cada cánula y fibra del plumaje en descomposición de Ícaro.
Preside la escena de «Alas de cera» un árbol robusto que flota bocabajo con un foco de luz orbitando en torno a él como un sol desorientante, tal y como lo percibiría alguien que cae en espiral. La posición inversa del ramaje y las raíces sirven así como muestra de un paisaje vuelto del revés con la tierra arriba y el cielo abajo, de manera que los bailarines se desenvuelven apoyados en el plano celeste con sus cabezas apuntando en un perpetuo picado. Saltos, tirabuzones, agarres y deslizamientos son así levedades que tientan de puntillas el apoyo celestial del cuerpo de Ícaro. Su forma de volar es en el cuerpo de bailarines una hermosa variedad de formas de caer.
Félix de la Fuente