Zarzuela hoy sí, pero…

La zarzuela es por antonomasia un género típicamente español, hijo
directo de unas costumbres. La definición de la forma, nacida a
mediados del siglo XVII, no llegó, tras un largo camino, hasta
mediados del XIX. Es la recuperación de lo auténtico, de lo nacido
aquí, lo que determinó su fuerza y pervivencia, tanto en la llamada la
zarzuela chica, como en la grande. Una personalidad que actuó como
lanza frente a la invasión foránea. Si cualquier forma lírico-musical
conocida requiere la unión de texto y pentagrama, la zarzuela, además
de solicitar el diálogo hablado, trufado de números cantados, lo mismo
que la opéra-comique o el singspiel, exige la conexión localista, la
raíz de rango popular, aunque esto pueda venir matizado o estilizado
incluso sutilmente –caso de Doña Francisquita–, porque se trata de un
género autóctono. No han sido satisfactorios usualmente los intentos
de crear una zarzuela actual, como sí han podido serlo los de nuevas
óperas, en las que los lenguajes más de vanguardia llegan a encajar
sin problemas, con la única condición de que el autor revele talento.
Aun así son contadas las óperas de nuestros días que logran una
asunción adecuada entre palabra y música y una coherencia narrativa.

No nos imaginamos una zarzuela dodecafónica o atonal; o, situados ya
en nuestros días en los que los lenguajes están de vuelta de todo, de
músicas experimentales varias. Nos casa más la posibilidad de que,
sobre un libreto bien construido, centrado en una historia actual,
algunos de los muchos y excelentes compositores que existen en nuestro
país puedan desplegar elásticamente una composición musical ecléctica
en la que, naturalmente, como es lógico, no faltara la melodía, que
habría de circular sobre una línea bien definida y apegada al texto.
Hay que buscar y rebuscar para encontrar un sujeto argumental de base;
que los hay. Y, desde luego, contar con la sapiencia del creador para
encontrar una línea vocal coherente, fundamentada en un idóneo
tratamiento de la voz cantada; y hablada.

Arturo Reverter. LA RAZON