Sobre la escena sólo se encontraron en una ocasión, pero en la historia del arte operístico sus nombres quedarán unidos para siempre
El mundo de la ópera celebra jubiloso por estos días el nacimiento, 140 años atrás, de dos de sus más brillantes personalidades en una historia que ha entrado ya en su quinto siglo: el bajo ruso Feodor Mijailovich Chaliapin y el tenor italiano Enrico Caruso.
El azar casi los hizo ver la primera luz al mismo tiempo, a uno en el severo frío de Rusia, en la ciudad de Kazán, el 13 de febrero de 1873, y al otro apenas dos semanas después, el día 27, en la cálida Nápoles del Vesubio.
A partir de entonces, se pueden distinguir varios puntos de enlace entre las trayectorias paralelas de Caruso y Chaliapin, hasta que la muerte prematura del primero, el 2 de agosto de 1921, dejó transcurrir en solitario la del segundo durante diecisiete años más.
Ambos tuvieron su estreno profesional en 1894, Chaliapin en Tbilisi y San Petersburgo, Caruso en su Nápoles natal, después de haber sido igualmente precoces en su vocación por el canto, expresada como niños cantores en sus respectivas iglesias parroquiales, y de aprender lo esencial de la música y la técnica vocal de manera autodidacta.
MODELOS DE INTÉRPRETES DE ÓPERA
Los dos fueron modelos de lo que siempre se ha dicho debe ser un intérprete de ópera perfecto: cantante en igual alta medida que actor –o tan buen actor como buen cantante, da lo mismo—, puesto que el género operístico es precisamente la conjunción del arte teatral en su más amplio sentido con la música y el canto. (Sólo cabe precisar aquí que el tenor italiano se atuvo siempre a reglas de actuación convencionales y mayoritariamente aceptables, mientras que el bajo ruso fue mucho más heterodoxo, un iconoclasta a menudo provocador de escándalo y rechazo, sobre todo por parte de la crítica.)
Tanto el uno como el otro poseyeron personalidades literalmente magnéticas, que a su paso no dejaban indiferente a nadie. En lo que se refiere a Caruso, él mismo llegó a decir que lo abrumaba su enorme popularidad, y a desear que lo dejaran tranquilamente pasearse por las calles sin que lo aclamaran y rodearan de inmediato sus fanáticos. Chaliapin, por su parte, con su 1,90 m. de estatura, cuerpo de atleta y rostro de galán cinematográfico, gozó de un especial atractivo para las mujeres…Y éstas desempeñaron, dicho sea de paso, un papel importante en la vida personal del gran artista.
Digamos, además, que compartieron la satisfacción de resonantes triunfos dondequiera que exhibieron su arte magnífico, y ello sin contar, obviamente, con esos sofisticados medios tecnológicos y publicitarios de hoy en día, que con más de un artista de cuestionable talento han logrado el “milagro” de situarlos por encima de sus méritos reales. Pero ellos, sin embargo, también lograron recompensas monetarias que serían comparables, salvando ciertas distancias, con las ganadas por sus colegas actuales del más alto nivel.
DIFERENCIAS MARCADAS EN EL CARÁCTER
Tal vez la única excepción importante entre tantas semejanzas haya sido la del carácter íntimo y la del cómo vivir lo personal y cotidiano de cada uno de ellos. Se diría que Chaliapin debió haber sido un ejemplo típico de esa “alma rusa” de inflamado romanticismo y no poco de tormentoso, en tanto que Caruso no nos parece que fuera, en más de un sentido, un arquetipo de su índole latina. De cualquier modo, nos atendremos al testimonio de su esposa y biógrafa estadounidense Dorothy Caruso, quien escribió que “su carácter era más bien simple; su alma, profunda; su fantasía, amplia; su fe, elevada”. Y agrega que “Enrico no tenía amigos íntimos”, que “no aceptaba siempre el afecto que se le tributaba…hablaba sólo lo necesario y huía de toda charla acalorada”.
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