Sebastian Lang-Lesing dirige a la orquesta Sinfónica de Seattle en una espectacular producción de El holandés errante de Wagner, proveniente de la Ópera de Canadá. El segundo reparto contó con Alfred Walker y Wendy Bryn Harmer en los papeles principales.
La leyenda lirica de Richard Wagner El holandés errante permite siempre un acercamiento al genio de Leipzig sin el tedio que puede suponer para muchos la retórica wagneriana. La limpieza estilística dela obra, prototipo del romanticismo alemán, presenta un tratamiento sobrio pero efectivo del leitmotiv, un imaginativo juego del espacio dramático y la magia metamusical de un Wagner más inspirado que cerebral.
Por ello, El holandés despierta siempre una lógica expectación entre aficionados de todo tipo. Seattle no es una excepción, sobre todo en esta ocasión, en que el director neoyorkino Christopher Alden ha echado el resto en una producción espectacular que cierra una exitosa temporada de la Ópera de Seattle. La producción, perteneciente a la Ópera de Canadá, refleja de manera inteligente los contrastes entre el aura romántica y fantasmagórica del navegante y su tripulación, y el prosaico mundo de Senta. La escena está dominada por la sencillez. Los elementos escénicos son escasos: una gran caja inclinada donde se desarrolla la acción, una estrecha escalera de caracol y una gran rueda que se transmuta de timón del barco fantasma a los engranajes de la fábrica donde trabaja el coro de mujeres. La dirección actoral de Alden destaca por su tratamiento del coro y la movilidad de los cantantes, siempre con sentido teatral. En lo visual, además de lo ya analizado, Anne Militello, profesora principal de Iluminación en el Instituto de las Artes de California, firmó unas luces que evolucionaron desde la elegancia y la finura que acentuaba los detalles románticos de la obra, a un discurso estridente y alucinado en los dos últimos actos. No sabemos si Militello enseña a sus alumnos que en la ópera la iluminación no debe pugnar por un protagonismo que no le corresponde, y que puede arruinar el resultado final. Si lo hace, desde luego no predica con el ejemplo.
El coro realiza un trabajo sobresaliente tanto vocal como escénicamente. Y es más elogiable aun, teniendo en cuenta que en Norteamérica los artistas cobran por hora, y que trabajar con grandes conjuntos supone un esfuerzo adicional cuyos frutos no son siempre recompensados con justicia.
A la cabeza del segundo reparto de El holandés errante en la Ópera de Seattle (del primero ya hablamos en OW), estaba el bajo estadounidense Alfred Walker que se manejó con dificultad en el papel protagonista. Pese a la belleza de su timbre, y la riqueza de su voz en el registro medio, su actuación no tuvo el relieve dramático que esperábamos, y apenas logró esbozar un holandés, como mucho, voluntarioso. Le daba la réplica la soprano dramática Wendy Bryn Harmer. La californiana fue, de lejos, la mejor intérprete de la compañía. Su voz sonó grande y estuchada, wagneriana, pertrechada del trapío y la flexibilidad necesarios para servir con éxito la parte. Su manera de cantar el texto de Wagner combinó la expresividad de su fraseo con la seguridad en la proyección, lo que permitía una escucha amable. Su Senta, por tanto, aunó felizmente la solidez vocal con el sentido dramático.
Del resto del reparto, tan sólo podemos aplaudir el trabajo de la mezzo Luretta Bybee, segura en lo vocal y sobre las tablas. El debut del tenor danés David Danholt fue decepcionante. Dejando aún lado errores puntuales de afinación, su versión de Erik careció de todo interés, por rutinaria e inexpresiva. El bajo australiano Daniel Sumegi, de notable presencia escénica y talento actoral, fue un correcto Daland. No obstante, su voz grande y metálica, de generosa vibración se veía afeada por un timbre hueco y escaso de armónicos que, sumados a una pronunciación aproximativa, deslucían sus intervenciones.
Al mando de todos ellos estuvo el director de orquesta alemán Sebastian Lang-Lesing, que se tuvo que enfrentar a un reparto irregular y a la pobre acústica del teatro McCaw. Pese a ello, supo mantener el pulso de la obra y hacer valer las prestaciones de los músicos de la orquesta Sinfónica de Seattle, para dejar momentos de apreciable calidad musical, como en la obertura, la balada de Senta o en el coro del segundo acto.
El público aplaudió con entusiasmo a Lang-Lesing y a los dos protagonistas; y con mayor frialdad, al resto de la compañía.
Carlos Javier López