Revisar un clásico de la ópera siempre entraña unos riesgos asumidos. Hoy en día, la dictadura de la dirección de escena impone unos criterios artísticos muchas veces de dudosa credibilidad a la hora de plantear una actualización de las grandes óperas de la historia. Bajo la premisa del “todo vale” establecida desde la escena, y con la excusa de acercar el género a las nuevas generaciones, las tropelías y atropellos contra estas obras comprometen con frecuencia al resto del equipo que conforma la producción operística: desde los cantantes, por supuesto, hasta llegar a arrastrar a los propios directores musicales.
Es el caso de lo que se ha podido ver en este L’elisir d’amore de Gaetano Donizetti en el Teatro Real de Madrid, que vuelve a recuperar, como en 2013, este montaje hiperrealista dirigido por Damiano Michieletto con escenografía de Paolo Fantin, ideado para el escenario del Palau de les Arts de Valencia, donde el ambiente rural del original se traslada a una playa repleta de sombrillas, tumbonas, flotadores y un chiringuito que regenta Adina, cuyo empleado es su simplón enamorado Nemorino, que se ocupa de hacer múltiples tareas. El doctor Dulcamara es un chulo con chaqueta de cuero cuyo magico licuor pierde encanto, ya que no es vino de Burdeos, sino una simple bebida energética, la cual promociona como si de un espectáculo se tratara con enormes hinchables en forma de latas y atractivas azafatas con cabellos rojos.
Toda la atmósfera de melodrama romántico se ha volatilizado es pos de la superficialidad y la más pura imagen física, traducida en multitud de figurantes, hombres y mujeres, que abarrotan absurdamente la escena durante gran parte del primer acto, bronceándose y untándose crema al sol para lucir sus cuerpos tersos y lúbricos, tomando refrescos, entreteniéndose con deportes de playa o refrescándose en la ducha. Todo ello presidido por un gran cartelón publicitario que parece sacado de una extinta agencia de viajes. La lectura de Adina pierde todo su encanto y relevancia al acompañar movimientos gimnásticos de los figurantes. Por otro lado, el clima de ópera bufa original se tergiversa hasta el punto de caer en lo ramplón y chabacano, con una exagerada tendencia estética al colorido chillón en un escenario hipersaturado que consigue que el esforzado espectador se distraiga y desvíe continuamente de la acción principal. Una de las modificaciones de esta reposición es la inclusión de una gigantesca tarta hinchable al comienzo del acto segundo, que reemplaza al tobogán de la puesta en escena de 2013, un detalle más de la cargante y sofisticada trivialidad de esta producción.
Desde el foso, la dirección de Gianluca Capuano complementa musicalmente al despropósito de la escena, pues se asiste a una desconcertante lectura de la partitura de Donizetti. Nunca antes vio el que firma tocar de forma tan burda y estridente a la Orquesta Titular del Teatro Real en los momentos más rítmicos o en los crescendos rossinianos, mediante la adopción de tempos aceleradamente machacones y estallidos en fortisimo que desvirtúan el refinamiento y la elegancia de la melodía belcantista. Nada que ver con la pulcritud y la sencillez de gestos del maestro Nicola Luisotti en el precedente Don Carlo. En manos de Capuano, director más versado en repertorio barroco, los concertantes y finales de escena de L’elisir parecen más propios de una fiesta discotequera donde impera el chunda-chunda (como la que se organiza al final del primer acto y al principio del segundo) que de una ópera donde el halo sentimental nunca debe decaer. Una tendencia general hacia el batiburrillo y lo precipitado que participa del totum revolutum escénico, al que se adhiere el Coro Intermezzo, y que, afortunadamente, se mitiga en parte hacia el final del segundo acto en la gran escena entre Adina y Nemorino, donde el sentimentalismo del melodrama se debe subrayar más que nunca.
El primer reparto presenciado lo encabeza la soprano estadounidense Brenda Rae, una lírica-ligera que exhibe coquetería y una atractiva presencia, que cumple favorablemente a nivel vocal manejándose en la coloratura pese a no llegar a despuntar en ningún momento concreto de la representación, ni por medios ni por color. Ofrece medias voces y filati apreciables, pero no es la suya una recreación canónica del personaje. El Nemorino del tenor argentino Juan Francisco Gatell, que por enfermedad de Rame Lahaj ha ascendido al primer reparto, posee un instrumento de no demasiada amplitud, pero defiende con holgura su cometido, imprimiéndole emoción y entrega, pese a no llegar a entusiasmar en belleza tímbrica ni en línea canora. El barítono Alessandro Luongo dando vida al presuntuoso Belcore es el más perjudicado del reparto, pues su canto tosco y escasamente elegante le hace perder mucho interés. Erwin Schrott, un bajo-barítono más que veterano en esta producción, vuelve a dar muestras de su acostumbrada soltura y extroversión como actor en un Dulcamara al que dota musicalmente de un sinfín de detalles personales a nivel histriónico que, por otro lado, no ayudan especialmente a aportar relevancia a este personaje, que se queda en una superficialidad manifiesta. Por fin, a destacar la labor de la mezzosoprano guatemalteca Adriana González, que regala una aportación espléndidamente cantada, alcanzando en su escena del acto segundo junto al coro femenino altas cotas de deliciosa musicalidad. En suma, un Elisir fácilmente olvidable y prescindible a todas luces cuyo efecto esperamos consiga atenuar el próximo Il pirata de Vincenzo Bellini.
Germán García Tomás