Orfeo ed Euridice. Gluck. Madrid

Orfeo-y-Euridice.-Madrid

Auditorio Nacional de Música, Madrid. 16/02/2014

El pasado domingo 16 de febrero se interpretó en el Auditorio Nacional de Madrid la ópera en versión concierto Orfeo ed Euridice de Christoph Willibald Gluck, conmemorando los trescientos años del nacimiento del compositor. De las tres versiones de la obra, Marc Minkowsky dirigió la primera de ellas –la estrenada en el Burgtheater de Viena en 1762– al frente de Les Musiciens du Louvre y El Coro de Cámara del Palau de la Música Catalana.

Cuando Gluck compuso la que se considera actualmente su ópera más representada ya había emprendido su gesta para reformar el género operístico y, fiel a sus pretensiones, su intención era prescindir del registro de contratenor –“ornamentado” por antonomasia– para el papel protagonista. Sin embargo, la corte vienesa le obligó a adaptar a su inmortal Orfeo para la voz del castrato Gaenatano Guadagni, quien se encargaría de estrenar la ópera durante las celebraciones onomásticas del emperador Francisco I de Habsburgo-Lorena.

Es imposible dar fe del virtuosismo de Guadagni, pero no dudamos de que el compositor de Erasbach no habría podido menos que inclinarse ante la excelencia vocal del que fuese niño prodigio Bejun Mehta, a cuya voz, en su ecléctica carrera –superando sus propios registros-, preceden los elogios de figuras de la talla de Leonard Bernstein o Marilyn Horne. El delfín de David Daniels demostró durante la hora y media que se mantuvo presente en el escenario –con genuino empaque virgiliano– que su voz, generosa, derrocha lirismo en los pasajes trájicos y un mesurado júbilo en las escenas amorosas que conforman el totum revolutum de esta breve y vionaria azione teatrale.

El Orfeo de Gluck es un personaje agradecido para cualquier cantante lírico, pero exige –más allá de la aparente “austeridad melódica” de la partitura– de la capacidad de emocionar al público buscando la justa medida, ponderando el registro abrumador de la exaltación heroica con aquel otro comedido y lacónico del héroe desdichado. Gluck compuso una ópera para ser representada con, digamos, cierta economía de medios; pocos personajes, escenografía simple. Todo ello implica que en la actualidad, el contratenor que represente el papel de Orfeo requiere de un “añadido” a su técnica que implica el reto de articular un registro a caballo entre la tradición ornamental y la ópera romántica. Bejun Mehta superó las expectativas y el público de Madrid se deshizo en aplausos ante la bizarrerie de unos agudos solemnes y un registro grave arrobado, pulcro, heredero del mejor David Daniels handeliano.

Euridice, interpretada por la joven soprano belgo-suiza Chiara Skerath, aunó en su interpretación un lenguaje gestual inspirado y una voz arrebatadoramente cálida, aunque en ocasiones la orquestación devorase en sus llamas la melodía agónica de su personaje, que nunca debió quedar en segundo plano más allá de su elegante tránsito dentro y fuera de la sala a lo largo de la representación. Chiara Skerath tal vez se dejó llevar por un descompensado instinto melodramático y su voz brilló sólo en el tercer acto. Su técnica vocal, aunque depuradísima, hubiese requerido de un mayor sentido del protagonismo escénico, eclipsado, me temo, por las voces rotundas de Orfeo y la presencia imponente de Ana Quintans. Con todo, la complicidad entre los dos personajes protagonistas sobre el escenario, su tensión sexualresuelta -Gluck transformó la historia para concederle un final feliz-, el histriónico abrazo final donde sus voces exultantes dejaron impresa sobre el lienzo del Auditorio una generosa paleta de matices armónicos y unos recitativos –orquestados– de una riqueza expresiva abrumadora no desmerecieron en absoluto el corpus de su actuación.

La portuguesa Ana Quintans ha sabido rodearse en su meteórica carrera de tres de las más destacadas  orquestas –puristas, ¿por qué no reconocerlo?– que tanto y tan significativamente han contribuido a la recuperación del repertorio barroco europeo: Les Arts Florissants, Il complesso barocco y en esta ocasión, Les Musiciens du Louvre. ¿Alguien daría más?. Su experiencia en estas lides quedó manifiesta durante su brillante actuación en El Auditorio Nacional. Su arrolladora expresividad, su voz gigantesca que inundó el espacio escénico y su jovial sentido musical –Gluck vs. Mozart– convirtieron su recitativos ariosos en un placer para los sentidos. Quintans fue capaz de cantar dirigiéndose a los protagonistas mientras parecía dirigirse a todos y cada uno de los que allí estábamos presente, apoyando su mano en nuestro hombro y haciéndonos partícipes de la trama nupcial. Pocos cantantes poseen la capacidad de subir al público al escenario, de arrastrar al espectador al centro mismo de la trama con una voz rotunda, muy bien cincelada y cómplice donde las haya. Su registro, no menos lucido que el resto de personajes, redunda en la mejor elección posible por parte de Minkowsky de una intérprete inquieta –evocando la inquietud de su amplio repertorio–  para este papel ¿secundario? cuya presencia en el escenario nos supo a poco.

Marc Minkowski confesaba en el programa La Dársena de Radio Clásica haber elegido la versión primera del Orfeo de Gluck porque “le gusta imaginar a Mózart entre el público asistente a las representaciones de esta ópera”. No es, pues, casualidad que Minkowsky ostente en la actualidad el cargo –merecidísimo– de director musical de la Mozartwoche Salzburguesa. De la brillantez con que el director francés conduce a su orquesta –formada, casi en su totalidad, por jóvenes intérpretes– se ha dicho todo. Desde que a sus 19 años fundase Les Musiciens du Louvre –afincados en Grenoble–, los éxitos se han ido sucediendo hasta situarles en lo más alto del panorama actual de las orquestas europeas. Es siempre un placer enorme observar la compenetración del director con su joven orquesta, el sentido del humor con que afrontan sus representaciones y “la espectacularidad” de una música –interpretada con instrumentos originales– que si bien es objeto de deleite en sí misma, aún más cuando se presume ante el público de la virtud de pergeñar un compacto cuarteto junto a tres de las voces más competentes del panorama internacional operístico –bondad innata que no todas las orquestas poseen–. La elegancia de la obertura, la pulcritud de las intervenciones instrumentales solistas, la apasionante tensión armónica de los pasajes furiosos y el modo tan sutil con que se reproducen el candor, la naturaleza o el amor frustrado de las voces solistas lograron que Les Musiciens du Louvre, en lugar de interpretar, festejase un acontecimiento musical sin parangón –haciendo extensible al público del Auditorio Nacional de Madrid el júbilo por la reciente celebración de los treinta años de actividad incesante de la orquesta–

Pero ese ensemble artístico del Orfeo de Gluck al que nos hemos referido, ese supuesto cuarteto, se amplia de manera soberbia transformándose en quinteto cuando El Coro de Cámara del Palau de la Música Catalana envolvió a la sala con sus cuerdas compactas y ceremoniosas, duchas en la modulación abrupta de la genuina ópera barroca y con el comedido timbre galante que preconiza el clasicismo. Minkowsky extrajo de este coro de grandes voces –versátil donde los haya– la mejor baza hasta cerrar el círculo y regalar al público de Madrid un inspirado espectáculo obligado entre las obras del Universo Barroco del Auditorio Nacional. Pero Gluck no abandona España –afortunadamente– y también los acordes de Alceste sonaron el pasado día 27 de febrero en el Teatro Real, en una arriesgada versión del director de escena Krzysztof Warlikowski que ha llegado no exenta de polémica. Pero ese es “otro cantar”.

Diógenes Granada