Harth-Bedoya dirige un inesperado éxito de dos obras improbables: Copland y Busoni con la OCNE.

Harth-Bedoya dirige un inesperado éxito de dos obras improbables: Copland y Busoni con la OCNE.
Harth-Bedoya dirige un inesperado éxito de dos obras improbables: Copland y Busoni con la OCNE.

El viernes 19 de febrero de 2016 en el Auditorio Nacional tuvo lugar el primero de los tres conciertos que ofreció la ONE junto con la sección masculina del Coro Nacional y el pianista Vadyn Kholodenko, dirigidos por Miguel Harth-Bedoya. El programa, que se repitió los dos días siguientes, era inusual como pocos, no solo por las obras a interpretar sino por la poca o ninguna relación entre ellas. La primera parte, de solo treinta minutos, la ocupó Appalachian Spring, la suite de la música de ballet del mismo nombre, de Aaron Copland. En la segunda parte, con una gigantesca extensión de setenta minutos, se interpretó el Concierto para piano y orquesta con coro masculino, opus 39, de Ferruccio Busoni. Desgraciadamente el auditorio no se llenó para escuchar un concierto tan insólito e interesante. Desconozco cuál fue el aforo de los días siguientes y espero que fuera muy superior.

Appalachian Spring es una obra con una belleza contenida, que sugiere más que habla. Evoca desde los primeros compases ese pasado norteamericano, con las inmensas praderas y la calma de la naturaleza. La Orquesta Nacional tocó maravillosamente, con unos acordes que se desplegaban de manera amplia y unos solos muy poéticos desde la sección de vientos, destacando el primer oboe y el primer clarinete. Sin embargo, no todos los integrantes parecían entender la atmósfera del mismo modo, con un sonido poco compacto. Esto es comprensible en una obra tan poco interpretada y no molestó, puesto que después llegaron a un momento con un carácter más trágico y que pedía un sonido más denso, lo que consiguieron con facilidad. Parece que a partir de ahí supieron remar todos a una y llevar la obra a buen puerto. El final, en un pianissimo de los que te obliga a escuchar, fue realmente notable, y quedamos todos en una atmósfera de calma que hasta pasados unos segundos nadie se atrevió a romper con su aplauso. Cuando este se produjo pareció más bien el de alguien que despierta de un sueño.

Miguel Harth-Bedoya, el director de esta noche, no había destacado hasta el momento con el gesto o con una personalidad arrolladora, dando más bien una imagen de serio cumplidor de su trabajo. Quizá había estado más incómodo con esta música sosegada, acostumbrado a un repertorio de más emociones, y lo pasó mejor en la segunda parte.

Un concierto para piano de setenta minutos es una maratón para músicos y oyentes, con lo que me causaba una gran curiosidad saber cómo lo afrontaría. Y de hecho quise ir con la actitud con la que fue la mayoría del público, escuchando el concierto por primera vez. Un gigante de estas características no es algo que quieras escuchar por primera vez en Youtube, la verdad.

Se inicia la obra con un gran tutti que hace esperar al piano durante unos cuatro minutos para entrar. Su primera intervención no anuncia ningún tema cantable o reconocible ni tiene acrobacias apreciables por el público, lo cual será una constante en toda la obra, haciendo difícil juzgar la difícil labor de Vadym Kholodenko. Sí pude constatar desde el principio su elegante pesadez, el grandísimo sonido que producía y la increíble velocidad de sus trinos. Supo mantenerse siempre en el lugar en el que correspondía, un papel integrado en algo mucho mayor que él, que es como está escrita la obra.

Y es que hay que decir que este concierto es, además de gargantuesco, de una profundidad inusitada. Mientras lo escuchaba notaba una relación instantánea con Rachmaninoff: mientras que el ruso escribe de una manera anticuada para las corrientes que vivía, con la nostalgia de una época que se ha ido, Busoni está en el cenit de una cultura de lo excesivo que comparte con Wagner. Más allá de los problemas logísticos (la gran orquesta, el coro, la duración y una parte solista poco agradecida) el principal obstáculo de la obra es que es demasiado producto de su tiempo, de uno de los últimos virtuosos-compositores con aires de filósofo musical. Eso no quita que sea una obra agradecida con el oyente, que si deja a un lado que formalmente es incomprensible cuando se escucha y que apenas tiene temas pegadizos o acrobacias técnicas encuentra un concierto con una fuerza sentimental inmensa. La orquesta aquí entendió su papel a la perfección y asumió un protagonismo que normalmente no tendría en un concierto. Con un sonido duro denso, pegajoso, dominó los movimientos impares (Prologo e introito, Pezzo serioso y Cantico). Los movimientos pares, oasis de alegría con temas italianos (Pezzo giocoso y All´Italiana) nos permitieron escuchar a un pianista que además de un gran virtuosismo tiene una sensibilidad que va más allá de lo serio y entiende también lo juguetón o lo popular. El último movimiento, por fin con el coro, surgió de un enlace de pizzicato entre las cuerdas que se ejecutó a la perfección. El posterior solo de viola sirvió para dar protagonismo a una sección que había sido el reflejo del espíritu del concierto, con un sonido poético pero oscuro. La entrada del coro masculino produjo un efecto inmediato en el público, que presenciaba algo sublime y casi religioso. Para cuando llegamos al final de la obra no se había hecho larga en absoluto gracias a la diversidad de caracteres que había tenido, todos mostrados con maestría. El aplauso fue atronador y parte del público se puso en pie, como merecían los músicos. Kholodenko, pienso que por humildad, no quiso destacarse tocando ninguna propina, cosa que creo que no molestó al respetable en lo más mínimo. En definitiva, un éxito inesperado de dos obras improbables.

Miguel Calleja Rodríguez

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