Las actuaciones del granadino Alejandro Algarra en el Festival de Piano “Rafael Orozco” de Córdoba han venido, de alguna manera, a dar cuenta de la evolución artística de un pianista que ya ha dejado atrás las etiquetas de las que todo artista puede salir malparado. Era una joven promesa cuando por primera vez actuó en Córdoba, para presentarse una segunda vez en la programación paralela al festival como un joven pianista con posibilidades de desarrollar una interesante carrera. Finalmente, su recital del pasado sábado en Córdoba nos lo presentó como lo que ya es: uno de los mejores pianistas nacidos en nuestro país.
El programa elegido incluía dos propuestas que terminaron siendo solo las propuestas iniciales. Comenzaba el recital con la Sonata Op. 2, número 3 de Beethoven, verdadero muestrario pianístico del joven genio de Bonn que andaba aún fascinado por el virtuosismo de Clementi, alumbrando aquí una obra de enorme dificultad técnica por su fulgurante transparencia y variados estados de ánimo. Especialmente impresionante fue la brillantez del cuarto movimiento, dicho con elegancia, gran fraseo y a un tempo al que las cosas no son precisamente sencillas en el piano. Pero ya antes de estos fuegos de artificio el pianista se había metido al público, que llenaba la sala en su totalidad, en el bolsillo. Público, y hay que decirlo aunque lo lamentemos, que bien debería tomar algunas lecciones de comportamiento en un recital de piano, y es que la sinfonía de toses, entradas y salidas del auditorio, móviles y distracciones no fue de recibo en un evento que está alcanzando la entidad de este Festival.
El segundo bloque temático de la noche versaba sobre los 24 Preludios Op. 28 de Chopin, un verdadero pináculo del romanticismo pianístico, que tenemos que contar sin contemplaciones entre las obras más influyentes dedicadas al instrumento por lo que significó, como ciclo de piezas breves, para la consolidación de formas y géneros típicamente románticos. También por su influencia en casi todos los compositores que completaron el repertorio decimonónico para el instrumento. Los preludios son el verdadero muestrario de todos los estados de ánimo que Chopin plasmó en su música, encontrándose entre ellos piezas que duran menos de un minuto. La concentración que demandan del intérprete es máxima, ya que pasan con poco aviso de la sutileza de un Nocturno a la lluvia de notas del más intrincado de los “Estudios” del compositor polaco. Algarra ofreció con los preludios una verdadera clase magistral del idioma del gran piano romántico. Los interpretó con una gran unidad, bajo una sensación de conjunto que parecía la de cualquiera de los ciclos de Schumann, pero en su ejecución resplandecían ya con límpida nitidez todos los colores del pianista que habla de tú a tú con los grandes, que se adapta a una música tan cambiante y que transita con igual solvencia tanto por lo extremadamente difícil técnicamente como por lo extremadamente fácil de convertir en blanda sensiblería.
Tras esto, todo podría haber acabado y el concierto ya habría sido un éxito, pero este pianista-atleta decidió comenzar un nuevo recital, una especie de tercera parte fuera de programa. Envalentonado por los aplausos interpretó tres propinas de un nivel fabuloso. El célebre Estudio Op. 10 número 12 “Revolucionario”, complemento idóneo de los preludio chopinianos, y dos de las piezas de virtuosismo más elevado de todo cuanto se ha escrito para piano: la monumental “Campanella” de Liszt sobre un tema de Paganini, que resultó en manos de Algarra un verdadero mecanismo de relojería y técnica desbordante, y el impresionante Precipitato final de la Séptima sonata para piano de Prokofiev, ejecutado como solo pueden hacerlo los elegidos y que puso al público a gritar “bravos” durante los últimos compases de la ejecución. Un pleno testimonio del desgarro de la II Guerra mundial en el piano, como era la intención de su autor, en las manos de un pianista que entiende esta obra como pocos pueden hacerlo.
El éxito de un público totalmente entregado en un escenario ya de calado debería correr más la voz sobre este pianista, merecedor de un reconocimiento de primera fila nacional. Esperemos continuar viéndolo en escenarios de importancia. Porque de importancia es ya lo que pasa en Córdoba durante los últimos XV años. El Festival que conmemora al eximio pianista cordobés Rafael Orozco es ya uno de los principales ciclos dedicados exclusivamente al piano en nuestro país, y se trataría sin duda de la otra gran consolidación que contemplamos la otra noche. Hay que agradecer que las sucesivas corporaciones municipales hayan apostado por él para afianzarlo hasta donde ahora se encuentra, con estrellas internacionales del nivel de Vladimir Ovchinnikov actuando con asiduidad en él. Será una buena noticia si todo sigue por esta línea. Querrá decir que se sucederán noches como la del recital de Alejandro Algarra y los demás integrantes del cartel de esta edición, de un nivel que no palidece ante casi ningún evento pianístico nacional.
Redacción Opera World