Jakub Hrůša deja escapar una gran ocasión para aumentar su prestigio en Nueva York

Jakub Hrůša
Jakub Hrůša

La New York Philarmonic ofreció el pasado jueves un programa que incluía obras de Janáček, Prokófiev y Rimsky-Korsakov, con Jakub Hrůša en el podio y Simon Trpčeski como solista al piano.

La velada fue una excelente oportunidad para testar el estado artístico de la incipiente carrera del prometedor director checo Jakub Hrůša.  Hrůša es un director de carrera ascendente, al que hay que seguir de cerca, de ahí que su aparición en Nueva York haya levantado cierta expectación. La elección de las obras del concierto también ha sido inteligente: la suite de La Zorrita Astuta de Leoš Janáček, con arreglos de Charles Mackerras, el concierto Núm. 3 Op. 26 de Sergei Prokofiev y la hermosa suite sinfónica Scherezade de Rismky-Korsakov. Un programa que profundiza en las músicas maternas de nuestro joven director y cuyas inflexiones y recovecos conoce bien.

El  inicio del concierto se desarrolló con la desenvoltura propia de una orquesta hecha a empresas más complejas. Las melodías de La Zorrita Astuta se pudieron disfrutar con comodidad gracias a la pulcritud de las cuerdas y la tensión dramática que Hrůša supo imponer. La New York Philarmonic echó mano de su gracia en el fraseo, delimitando cada cadencia de una manera personal, gracias a un Hrůša que dejaba hacer (tal vez demasiado). Los músicos de la orquesta respondieron con generosidad y gusto a la batuta algo cartesiana de Hrůša. Plástica y colorida, la pieza fue un prometedor comienzo para el concierto.

El Concierto para Piano Núm. 3 en do mayor Op. 26 de Sergei Prokófiev estuvo servido por el pianista macedonio Simon Trpčeski, cuyo nombre viene sonando cada vez con más fuerza en América. Su versión del concierto dejó buenas sensaciones, aunque da la impresión de que el solista está en un proceso de búsqueda estilística que, aunque meritorios, arroja por el momento tan solo frutos parciales.

El primer movimiento sonó descreído y elocuente en manos de Trpčeski, muy pegado a la música. Más allá del arrebato expresivo y la pasión que se desborda en el allegro al final del movimiento, Trpčeski se permite exploraciones más heterodoxas, que fecundan la complicidad del público gracias a una articulación transparente y limpia, muy honesta. La Phili le dio la réplica algo contraída, aunque Hrůša acertó proponiendo un tono orquestal que tenía más de envoltura que de acompañamiento.

También se escucharon propuestas novedosas en el segundo movimiento, el tema con variaciones que permite a los intérpretes explorar las esquinas del sonido y rebañar cada melodía. Aquí se acusó cierta desconexión entre el solista y la orquesta; así como el piano desarrollaba un discurso unívoco e inteligible, la orquesta parecía liarse en cambios de tempo que no parecían obedecer a un plan preestablecido. Al borde del desequilibrio en ocasiones, Hrůša siempre se las ingenió para recomponer la línea. Así sucedió tras el andante meditativo, en el que a la Phili se le empezaban a ver las costuras. La orquesta se echó entonces en brazos del solista, que parecía usurpar por momentos el papel de director. No era para menos, pues la pujanza y la atractiva personalidad de Trpčeski sepultaron las pocas iniciativas de un Hrůša encogido.

En el tercer movimiento, el piano encontró finalmente encaje efectivo en el sonido orquesta. Jakub Hrůša se remangó y reivindicó su batuta restringiendo los excesos de unas cuerdas algo desbocadas que trataban de seguir al piano. De esta forma, el tercer movimiento se caracterizó por una belleza serena y elegante, con unas transiciones entre frases de gran finura. Todos estuvieron muy acertados en los compases finales, en los que la Phili se alargó con abandono y el piano de Trpčeski dibujó sus melodías más ensoñadoras.

La conocida suite Scherezade de Nicolai Rimsky-Korsakov es una de las obras fetiches de la New York Philarmonic. Por esa razón, no sorprendió la gran calidad sonora que consiguieron todas las familias de la orquesta, en particular los vientos, que desarrollaron su labor con una afinación y una rotundidad dignas de elogio. El concertino de la orquesta, el violinista Frank Huang fue el encargado de abrir la obra, acariciando las cuerdas con gusto y sin hacer grandes alardes. Basta seguir la carrera de Jakub Hrůša para darse cuenta de que el checo no es un músico tímido o introvertido. Es por ello que el director sorprendió con un arranque más bien grueso y sin ideas, en el que lo más disfrutable fue el sonido untuoso del viento madera.

El director y los músicos se emplearon a fondo pero no parecían conseguir el pellizco propio de las grandes interpretaciones. Hrůša pareció darse cuenta, y en el segundo movimiento acusó cierta ansiedad. Se escucharon frases luminosas y arrebatadas, pero el sonido no estaba completamente acotado, como si la batuta del checo se quedara corta frente a las evoluciones de la orquesta. Esa fue la tónica hasta el final. El tercer movimiento trajo momentos de efecto espectacular, pero el fraseo de la orquesta sonaba lineal y desgarbado. A frases de carnosa voluptuosidad le seguían cadencias precipitadas e inconexas. El cuarto movimiento también sonó por momentos aparatoso y fue cerrado como comenzó el primero, con un Frank Huang tembloroso y circunspecto.

La velada fue, por lo dicho y pese a lo dicho, estimulante y agradable, aunque los riesgos a los que se expusieron los intérpretes invitados por la compañía solo se entienden por la etapa de consolidación que atraviesan sendas carreras artísticas.

CARLOS JAVIER LOPEZ