Completa un paso seguro y hacia delante la maestra Lourdes Ambriz, directora de la Ópera de Bellas Artes (OBA), al haber programado cuatro funciones de Il viaggio a Reims (Ossia L’albergo del giglio d’oro) del Cisne de Pésaro Giachino Rossini, celebradas en el Teatro del Palacio de Bellas Artes.
Y así fue por varias razones. En principio, porque se distancia de los viejos títulos trillados, que suelen ser el centro gravitacional programático de la OBA. También porque se optó por un título rossiniano significativo, toda vez que representa el adiós del compositor a la ópera italiana y un coqueteo al formato francés y su grandilocuencia. Una obra estrenada en 1825, hay que acotar, y perdida durante cerca de siglo y medio, re-ensamblada y reestrenada en 1984.
Si bien su argumento y el libreto anecdótico de Luigi Balocchi sobre una peregrinación cortesana de varios personajes a la coronación del rey Carlos X de Francia, y que paran en un balneario para descansar y mostrar sus variopintas idiosincrasias, brindan pocos motivos para haberla echado de menos mientras permaneció extraviada, es la música —que en cierta medida aparecería en otras coordenadas del catalogo del compositor—, su redacción vocal más escarpada y la capacidad única de ensamblaje de elementos, con sus debidas reiteraciones de fórmulas personales y de la época, lo que hace de Il viaggio a Reims una cima de lo que podría llamarse rossiniano.
Pero si los incisos anteriores fueran poco mérito, presentar este viaje a Rossini en la Ópera de Bellas Artes tiene la valía irrefutable de la coordinación de fuerzas vocales, musicales, creativas, para concretar un título que muchos teatros, incluso algunos de cierta envergadura, no han presentado. Ya sea porque se requiere de cerca de decena y media de grandes solistas (los recursos para remunerarlos), porque el riesgo vocal de naufragio es grande y puede ser estruendoso, el que diversas compañías prescindan de este título; o bien porque cierta cándida inconsciencia, por tener una aceptable cantera de voces nacionales, o bien simplemente porque no se tiene mucho que perder, que el público operístico mexicano pudo disfrutar de esta producción. El caso es que el éxito se logró desde el escritorio.
Hasta ese punto se podría agregar que, además, el nivel en conjunto de las funciones fue decoroso. Aunque conviene no propiciar el error de juicio. Si bien en equipo se obtiene un balance positivo, lo cierto es que si se analiza el desempeño de cada uno de los 14 solistas y se contrasta con las exigencias de cada personaje y de la obra misma, podrían irrumpir las decepciones. Esta ópera, sus retos, Rossini en sí, tienen una poderosa e inusual capacidad para desnudar los recursos de los intérpretes o sus carencias.
Y es en esa sintonía en la que el público asistente a Bellas Artes —el que gusta de reparar en los detalles que es donde se adhieren todos los demonios— también pudo distinguir técnicas de canto y de emisión fallidas; personalidades colmilludas que logran el aplauso pero no la justicia a la partitura, cantantes ambiciosos pero inmaduros o estresados o enfermados ante el reto; y a través de ello se llega a la conclusión de que se trató de un elenco no sólo disparejo, sino al que algunas yeguas —sus roles y exigencias— les quedaron grandes.
Aunque sin grandes aspavientos.
Porque más allá de algún desfonde vocal tan evidente como el del bajo Carsten Wittmoser —en la función asistida su canto desfiatado como Lord Sidney condicionó penosamente todas sus intervenciones—, también podrían apuntarse interpretaciones destacadas como el Don Profondo de Armando Gama (bufo no sólo en su papel, sino en la personalidad, relajada, sin la preocupación que otros tenían en el rostro por lo que debían cantar), el Barón Trombonok algo amanerado pero divertido de Josué Cerón, el don Álvaro de Carlos López, la voz pequeña pero estilosa del Conde de Libenskof del argentino Santiago Ballerini, la corrección vocal y mesura de Gabriela Flores, el esfuerzo de Alejandra Sandoval en busca del decoro, o la participación vocal solvente y maravillosa actuación del bajo Charles Oppenheim, un médico de balneario más que profesional cuyo sabroso baile de la primera parte de la obra lo envidiaría el mismísimo doctor Simi fuera de sus farmacias.
Una mención honrosa merece el director de escena Carlos Corona en su debut operístico. No sólo porque su trabajo discurrió fuera de los clichés de los habituales ponedores en escena que rondan Bellas Artes, sino porque en conjunto con la escenografía e iluminación de Jesús Hernández, dio vida al escenario a través del uso de las dimensiones y los recursos técnicos del foro.
La plataforma con pisos del hotel (recepción, cuartos, terraza y más) subieron, bajaron; por sus diversos espacios y recovecos transitaron los personajes, con naturalidad. Ese abundante movimiento —que molestó a más de una diva por creer erróneamente que le robaba foco—, incluso se quedó algo corto. Pudo ser más fluido en algunas escenas algo estáticas, aprovechando la interacción de los cantantes y, más todavía, el frenesí rítmico y musical en el que desembocan los caminos rossinianos.
El otro artífice de este montaje que debe subrayarse es el joven concertador Iván López Reynoso. Su labor al frente de la Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes demostró su gusto y entendimiento por la voz, además de una limpieza técnica del sonido instrumental que no es asunto menor en el belcanto. Si algunos pasajes crescendos y concertantes, que siempre mantuvo en control, pudieran haber lucido más, no dependió tanto de él, sino de la (in)solvencia de recursos de algunos cantantes. Sería interesantísimo verlo crecer, desarrollarse, ya no sólo con el grupo habitual que lo acompaña desde hace tiempo en diversas producciones o en sus talleres, sino con artistas que lo impulsen hacia arriba, que lo potencien, a los que su talento y generosidad no deban cargar sobre los hombros.
Es también a López Reynoso, sin duda, que este tipo de títulos infrecuentes (Viva la mamma está entre ellos) hayan llegado a la OBA. Esta vez su pasión y entusiasmo hizo sentir a muchos rossinianos, a la Compañía misma. No todos lo fueron, si alguno lo fue. El tiempo dirá si su voz, sus inquietudes, consejos y propuestas, siguen llegando hasta Palacio. O si eran lo que éste requería.
José Noé Mercado