Carlos Javier López
El último título de la temporada de la Scottish Opera, que será representado en Aberdeen, Glasgow, Inerness, Edimburgo y Belfast, es Eugene Onegin de Tchaikovsky. El espectáculo es una nueva versión de la ópera a cargo de Oliver Mears, director de la Royal Opera, con el director de orquesta titular de la compañía, Stuart Stratford, en el foso. Contamos aquí para OperaWorld lo acontecido el sábado pasado en el His Majesty´s Theatre de Aberdeen.
Los temas primordiales de Eugene Onegin son el amor y el tiempo. Ambos están adecuadamente desarrollados en esta versión que pone a una Tatiana anciana (encarnada por la actriz Rosy Sanders) permanentemente en escena. De este modo, la ópera transcurre envuelta en un halo onírico, una ensoñación constante que no entorpece la acción pero que se permite las exageraciones propias de los recuerdos de juventud. Así, los espectadores de Aberdeen recibieron con una mezcla de admiración y estupor algunos elementos escénicos incómodos como la aparición en escena de Onegin montado en un caballo real o el desnudo integral en la ducha de este personaje. En general, la puesta en escena de Mears, con diseño escénico de Annemarie Woods, es inteligente y respetuosa con la historia. La iluminación, firmada por la diseñadora italiana Fabiana Piccioli, consiguió con su propuesta que el espectáculo saliera al paso de las estrecheces del escenario de la Ópera de Aberdeen.
En la función del pasado sábado, destacó la impecable dramaturgia del segundo acto, donde todo cuadró a la perfección, también la orquesta, que pareció resarcirse de los desbarajustes de Ariadna en Naxos. Stratford lideró con mimo y supo aportar con mesura las dosis correctas de lirismo y naturalismo. Sorprendieron por su concentración y la calidad de su sonido los instrumentos de la familia de vientos. Las cuerdas, también certeras pero acaso más anodinas, no supieron desembarazarse de una cierta frialdad escocesa que no terminaba de casar con los melismas de Tchaikovsky. El coro, que llega hasta donde llega, fue de menos a más.
Los cantantes solistas cumplieron sobradamente en sus cometidos, aunque sin lujos extraordinarios. La soprano británica de ascendencia ucraniana Natalya Romaniw fue una Tatiana muy segura en lo vocal, con una voz ancha en todo el registro, quizá demasiado oscura y pesada para el personaje, pero muy timbrada y de dicción clara. En la escena de la carta lució todos sus recursos, si bien parece que aún hay espacio en su arte para el desarrollo expresivo. Fue la gran triunfadora de la noche.
Le dio la réplica del barítono Samuel Dale Johnson, que ya cantó en la Scottish Opera el Conde Almaviva de Las Bodas de Fígaro, y que vuelve dando vida a un Onegin extremado e histriónico, sin duda estereotipado. Del personaje seguro y displicente del primer y segundo actos, al apocado y enfermizo Onegin del tercer acto apenas hay transición psicológica; entendemos que más por prescripción de Oliver Mears que por dejadez interpretativa del cantante. La voz de Johnson corre limpia y ancha y su timbre es masculino y rotundo. No obstante, la emisión es simplona y su línea de canto adolece de intención, lo que da lugar a frases monótonas, más lanzadas al aire que cantadas. Sin duda un instrumento digno de mejor artista. No obstante, ahí están los mimbres que pueden hacer que, con el tiempo, Johnson suba en el escalafón de los barítonos ingleses.
Algo muy distinto encontramos en el tenor inglés Peter Auty. Más experimentado que los cantantes protagonistas, puso en valor su musicalidad y su intuición dramática para dejar frases conmovedoras, siempre efectivas desde el punto de vista teatral. Lástima que estas virtudes artísticas se vieran ensombrecidas por un timbre pobretón, su abrupto paso de registro y una emisión dificultosa en la zona aguda. El aria Kuda, Kuda, de arrebatadora emoción, fue un ejemplo de todo ello. Auty es uno de esos artistas necesarios que hacen creíbles a sus personajes, y que muestran que el canto va más allá de lo vocal.
La mezzo galesa Sioned Gwen Davies dibujó una Olga irreprochable. Con un timbre oscuro y homogéneo pudo colorear bellamente sus intervenciones, poniendo la seguridad de su canto al servicio del texto.
De entre los partiquinos, destacamos el cuerpo y la pastosidad de las notas bajas del bajo Graeme Broadbent en el papel de Príncipe Gremin, que fue muy aplaudido pese a sus problemas de proyección en el registro alto. La segurísima mezzo Anne-Marie Owens como Filipyevna y el intrigante Matthew Kimble como Guillot también aportaron con sus partes al éxito de la ópera.
No sólo la veterana bailarina estonia Eve Mutso, sino todos los solistas aportaron en las múltiples escenas de baile, creadas por el coreógrafo Ashley Page. Page imbrica el baile en la dramaturgia, de modo que el movimiento es expresión teatral, además de un deleite estético.
Es una lástima que esta última ópera de la temporada de la Scottish Opera no llenara el recoleto His Majesty´s Theatre de Aberdeen. Sin embargo, los que vimos este Onegin fuimos testigos de lo que la compañía puede conseguir cuando es consciente de sus limitaciones y está a cargo de directores sensibles.