Se cierra la temporada 2015-2016 dedicando a las víctimas del atentado de Niza esta versión de La flauta mágica en el Liceu bajo el cuño estético de la compañía británica 1927 con la co-dirección de Suzanne Andrade y Barrie Kosky, que nos retrotrae al expresionismo de principios de siglo XX. Una elección manifiesta en el propio nombre de la compañía: el año del estreno de la película Metrópolis de Fritz Lang.
Tras la dedicatoria, la orquesta de Henrik Násasi inicia una obertura que resulta más lenta, más solemne que de costumbre, hasta que la melodía se enrosca y suelta su carrerilla llena del ánimo propio de la partitura. Por lo demás, la interpretación de la orquesta es concisa y puntual, un engranaje más perfectamente trabado con cantantes y tramoyistas en una maquinaria encomendada a los tiempos y las formas de la animación ideada por Paul Barrit, cuyo protagonismo visual es tal que no son pocas las ocasiones en la que los intérpretes se empeñan en superar la condición figurante. A cambio, hay que decir que se logra un espectáculo no deja en absoluto indiferente, un peculiar viaje entre lo alucinante y lo alucinógeno.
Que Mozart compusiera un singspiel, es decir, un teatro musical con partes dialogadas y cantadas, se presta al principal cambio conceptual que propone la versión de 1927: la sustitución de la narrativa teatral por la del cine mudo en forma de interludios con mímicas reducidas, textos engalanados de recursos tipográficos y acompañamiento de fortepiano. No extraña por lo tanto que la película prosiga durante los números musicales. Un segundo cambio conceptual en la composición resulta más perturbador; la propia flauta y las campanillas mágicas, los objetos que portan los protagonistas para amansar a las fieras, se personifican en forma de hada y de vodevil de bailarinas regordetas respectivamente, y uno prefiere no cuestionarse si el soplido de la flauta, en lugar del zumbido de un hada, qué sonoridades de naturaleza ventosa representa con esa estela de notas que desprende su revoloteo.
La escenografía es un gran lienzo vertical con balcones pivotantes donde aparecen y desaparecen los personajes, y un estrecho pasillo inferior a modo de proscenio. La bidimensionalidad es clave para que escena y proyección se integren, y los cantantes en ocasiones también apantallan partes de su cuerpo. Se proyectan así las piernas a toda velocidad del príncipe Tamino que abre la historia huyendo hacia nosotros de un descomunal reptil que serpentea por la boca arbolada del escenario, la holografía es magnífica y estremecedora cuando lo devora.
Las Tres Damas aparecen oportunamente para matar a la bestia y la gran actuación de Nina Bernsteiner, Karolina Gumos y Ezgi Kutlu se crece sobre la bóveda estomacal de la serpiente, en la nube de sístoles y diástoles que dedican al príncipe. Sin embargo, justo después, la complicidad cómica que ha de crearse con el público al confesar sus coqueterías se pierde en el contraproducente empeño de traducir visualmente sus palabras.
Las Tres Damas anticipan la aparición de su señora, la Reina de la Noche, el único personaje cuya concepción parece estar completamente desacoplada del libreto de Schikaneder y la música de Mozart. Desaparece el giro argumental que transforma a una madre desconsolada por el rapto de su hija a manos del terrible Sarastro en una despótica madrastra obsesionada con castigar al raptor que resulta ser un sabio iluminado; en la historia, este personaje pasa prácticamente de ser la Reina de la Noche a ser una bruja de la oscuridad, y sus emisarias, de encarnar tres virtudes que salvan al apurado y castigan al mentiroso, a tres tentaciones que sabotean el viaje iniciático del príncipe Tamino y su compañero Papageno. La desaparición de esta transformación radica en la representación de la Reina como una terrorífica araña gigante desde el principio, su actitud malvada desde el principio empuja y lanza rayos al príncipe mientras una Olga Pudova intachable hace por seducir y conmover, quizá sin explotar del todo el dramatismo que la partitura ofrece como retrato sonoros del llanto hiposo, desesperación y esperanza en el primer aria o la histeria en la segunda. Resulta curioso que después de semejante paliza, el príncipe Tamino acceda con toda su vocación a rescatar a la princesa Pamina. Allan Clayton interpreta al personaje con el suficiente temperamento como para no dejarse avasallar por la escenografía.
En su compañero de viaje, el esperpéntico y vividor pajarero Papageno, recaen los momentos más cómicos del montaje. 1927 ha visto en él a Buster Keaton y propone acompañarlo de un gato negro, una insólita mascota para alguien que atrapa pájaros vivos para la Reina de la Noche, pero que bien puede verse como un signo más de su mala suerte y sin duda remacha lo divertido de sus penurias. Dominik Köninger lo interpreta con tino y el público ríe la estridencia de sus escenas: al tintineo de sus campanillas-vodevil, la jauría de lobos que los acechan no solo bailan a su son sino que se levantan las peludas faldas para lucir liguero y bailar un cancán, o volar en su borrachera con los elefantes rosas de Dumbo. Tal es el estado de ánimo creado por el personaje en su contexto animado que su cacareante dúo con la correcta Papagena de Julia Giebel , arrancó el único y generoso aplauso en medio la función.
El ambicioso jefe de la guardia que retiene a la princesa, Monostatos, ha sido caracterizado en este collage cinematográfico como Nosferatu. Con su interpretación, Peter Renz logra meterle sangre en las venas al succionado guardián en su avidez por poseer a la princesa Pamina, y lo hace en la medida de lo posible, puesto que el personaje está especialmente constreñido por el montaje en diversos cuadros; primero en la escalera acosando a Pamina y luego metiéndose dentro de su cama mientras ella duerme, una secuencia sin embargo memorable en su aspecto visual.
Dimitri Ivaschenko aporta la presencia y la solemnidad que requiere el gran gobernante-sacerdote Sarastro. La imagen de la princesa Pamina calca la de la actriz Louise Brooks y la interpretación de Maureen McKay es impoluta, si bien no llega a sobrecoger en la música de ese llanto casi desvanecido que entona tras percatarse de que su amado no desea hablarle en su aria “Ach, ich fühl’s”.
Acabaremos con dos cuadros del montaje hermosamente sugerentes vistos en su conjunto y que suceden consecutivamente. Ambos comparten el uso de un fondo dinámico que crea la ilusión del movimiento lineal de los personajes. En el primero a Pamina le brotan alas y emprende un vuelo guiada por tres niños hacia su amado conforme ascienden hacia el firmamento. En el segundo, el príncipe Tamino desciende un sinfín de estratos geológicos a bordo de un montacargas. Es muy simbólico que lo más elevado y lo más profundo de la existencia concurran en el punto de reunión de los amantes, que se enfrentan ahora juntos a la última prueba de su viaje iniciático, mientras las butacas del Liceu siguen pendientes del cinematógrafo.
Félix de la Fuente